Deusto Journal of Human Rights

Revista Deusto de Derechos Humanos

ISSN 2530-4275

ISSN-e 2603-6002

DOI: https://doi.org/10.18543/djhr

No. 15 Year / Año 2025

DOI: https://doi.org/10.18543/djhr142025

ARTICLES / ARTÍCULOS

Capacidades, derechos, emotividad y deliberación: claves para una Teoría de la Justicia del siglo XXI

Capabilities, rights, emotionality and deliberation: keys to a 21st Century Theory of Justice

José Mateos Martínez

Universidad de Murcia. España

jmm21@um.es

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4214-2296

https://doi.org/10.18543/djhr.3281

Fecha de recepción: 30.10.2024
Fecha de aceptación: 26.03.2025
Fecha de publicación en línea: junio de 2025

Cómo citar / Citation: Mateos, José. 2025. «Capacidades, derechos, emotividad y deliberación: claves para una Teoría de la Justicia del siglo XXI». Deusto Journal of Human Rights, n. 15: 69-98. https://doi.org/10.18543/djhr.3281

Resumen: La enunciación de una Teoría de la Justicia ha sido una labor abordada durante los últimos siglos desde perspectivas claramente diversas. Desde la defensa de la democracia deliberativa hasta la teoría de las capacidades humanas, se ha pretendido encontrar un camino hacia el Derecho justo. Las discrepancias entre estas posiciones han sido usadas por los defensores del relativismo para reafirmarse en la inexistencia de criterios objetivos de justicia. En el presente trabajo defenderemos los derechos humanos como punto de encuentro de las teorías de la justicia más relevantes y piedra angular del Derecho justo.

Palabras clave: Derechos humanos, necesidades básicas, deliberación, justicia, validez

Abstract: The enunciation of a Theory of Justice has been a task approached during the last centuries from clearly diverse perspectives. From the defence of deliberative democracy to the theory of human capabilities, there has been an attempt to find a path towards just Law. The discrepancies between these positions have been used by the defenders of relativism to reaffirm the non-existence of objective criteria of justice. In this paper we will defend human rights as the meeting point of the most relevant theories of justice and the cornerstone of just law.

Key words: Human rights, basic capabilities, deliberation, justice, validity.

Sumario: Introducción. 1. Los derechos humanos como piedra angular de la Teoría de la Justicia. 1.1. Una fundamentación racional. 1.2. Derechos humanos y capacidades: la Teoría de la Justicia de Martha Nussbaum. 1.3. Principales objeciones a la afirmación del valor universal de los derechos humanos con base en el análisis racional de la naturaleza humana. 1.3.1. Derechos humanos, Teoría de la Justicia y falacia naturalista. 1.3.2. ¿Cómo pueden ser universales unos derechos que chocan con los credos de millones de personas? 1.3.3. ¿Quién decide cuál es el contenido esencial de los derechos humanos? 2. Constructivismo ético y Teoría de la Justicia. 2.1. La deliberación pública como fuente de legitimidad del Derecho. 2.2. La Teoría de la Justicia y el guardián de la res pública. 3. Emociones humanas y Teoría de la Justicia. 3.1. La teoría emotivista en el marco del no cognoscitivismo ético. 3.2. Refutación de las teorías emotivistas y reivindicación de las emociones como factor relevante para identificar la justicia. 4. Teoría de la Justicia, multiculturalismo y derechos colectivos. A modo de conclusión. Referencias.

Introducción

Durante el último medio siglo, la Filosofía del Derecho se ha centrado mayoritariamente en teorías analíticas que pretendían describir, sistematizar y examinar el fenómeno jurídico desde diferentes prismas que tenían un denominador común: relegar al ámbito de la filosofía moral cualquier reflexión sobre los principios de justicia y su relación con el Derecho.

A nuestro entender, la pretensión de justicia es inherente al Derecho. La naturaleza social del ser humano convierte al Derecho positivo en un fenómeno de creación humana, pero de fundamento último natural, pues es una consecuencia directa e inexorable de nuestra natural necesidad de convivencia, que tiende a satisfacerse en comunidades amplias y complejas. Y no puede existir una comunidad política mínimamente desarrollada si no existen normas jurídicas que regulen la convivencia de sus miembros.

Precisamente por ello, sólo es Derecho útil (y decimos más: sólo es Derecho válido) el que asegura una convivencia elementalmente justa, fundamentada en unos principios axiológicos básicos cuya determinación corresponde a la Teoría de la Justicia. Sólo esa tipología de normas jurídicas puede ofrecer una garantía de pervivencia al sistema político que las contiene y, además, blindar la protección de los bienes y necesidades humanas más primordiales, que no podríamos asegurarnos si viviésemos aisladamente, y que constituyen el fundamento último de nuestra dimensión social, de la que nace el Derecho. Por ende, defendemos que el Derecho radicalmente injusto carece de validez (Alexy 2010, 53) al igual que no puede calificarse como terapia médica a una píldora que no mejora patología alguna y solamente enferma más a quien la toma.

Desde esta perspectiva, el objeto de la Teoría de la Justicia, esto es, la reflexión sobre las premisas axiológicas básicas que deben fundamentar el Derecho, tiene un manifiesto impacto práctico. Si la ciudadanía y los operadores jurídicos interiorizan la indisoluble ligazón entre una justicia “mínima” y el Derecho, la eclosión de fenómenos como el auge del nazismo representaría un escenario poco probable, pues lo más factible sería que se cortasen de raíz por la sociedad civil y los tribunales en su fase embrionaria.

También, la exigencia ciudadana de justicia en la actividad legislativa, y su exteriorización mediante movilizaciones populares o incluso actos de desobediencia civil, implicarían un progreso sostenido y permanente en el reconocimiento de la dignidad de cada individuo (Esteban 2016, 10), progreso imposible si no hay una conciencia ciudadana al respecto.

Pero ¿Existe esa justicia “mínima”, básica y elemental con vocación de inspirar el derecho positivo? En el presente trabajo reflexionaremos sobre tal cuestión, buscando definir una Teoría de la Justicia racionalmente sólida y adecuada para los tiempos actuales y sus retos específicos, y lo haremos intentando conciliar las aportaciones de diversas teorías de la justicia que, entendidas de forma coherente y complementaria, pueden darnos los mimbres necesarios para ello.

Adelantamos que nuestra postura identifica el núcleo de la Teoría de la Justicia con los derechos humanos y el sistema democrático que deriva de su aplicación sobre el gobierno de la comunidad política. Pero, dada la limitada utilidad práctica de esgrimir una defensa genérica de tales derechos, nos plantearemos un cuádruple objetivo:

Justificación racional de los derechos humanos como “esfera de lo indecidible” (Ferrajoli 2008, 339), esto es, como piedra angular axiológica de todo sistema jurídico acorde con la dignidad humana y, en consecuencia, no viciado por el nivel extremo de injusticia que, conforme sostiene Alexy[1], lo privaría de validez. Defenderemos que el contenido esencial de los derechos humanos nace de bienes jurídicos que son titularidad inalienable de toda persona y, con ello, sustraídos de cualquier decisión mayoritaria que pretenda negarlos[2].

Demostración de la plena compatibilidad y complementariedad entre las tesis constructivistas que identifican la justicia con lo consensuado por los miembros de la comunidad política en determinadas condiciones ideales, y la defensa del contenido esencial de los derechos humanos como materia sustraída a las decisiones de la mayoría que pretendan destruirlo o desvirtuarlo.

Reivindicación, en contra de lo sostenido por el emotivismo, de las emociones vinculadas a la empatía como argumento adicional en defensa del valor superior y objetivo de los derechos humanos.

Defensa de la plena compatibilidad entre los derechos humanos y el multiculturalismo y los derechos colectivos, de modo que los primeros constituyen la premisa justificativa y el límite de tales realidades.

1. Los derechos humanos como piedra angular de la Teoría de la Justicia

1.1. Una fundamentación racional

Hemos afirmado que la justicia elemental sin la cual no podemos hablar de Derecho válido, se condensa en el contenido esencial de los derechos humanos, y también hemos reivindicado su valor objetivo e inatacable. Pero debemos justificar nuestra afirmación. Nos apoyaremos, primeramente, en el pensamiento de Peces-Barba, quien defiende el carácter universal de la “moralidad de los derechos”, integrada por los valores superiores en que se inspiran los derechos humanos.

El autor, consciente de la relativamente reciente enunciación histórica del concepto “derechos humanos”, afirma que éste se fundamenta en una moralidad elemental que, a lo largo de los siglos, siempre ha estado presente en las comunidades humanas de un modo u otro, y que ha requerido del desarrollo histórico para cristalizar y materializarse de la forma más definida y perfecta hasta el momento a través del catálogo de derechos humanos de la Declaración Universal de 1948 (en adelante, DUDH).

Peces-Barba defiende la universalidad de esa “moralidad de los derechos” por cuanto 1) tiene un carácter racional y abstracto que la vuelve predicable de todo ser humano independientemente de su raza, sexo, religión o cultura; 2) es válida para cualquier sociedad al basarse en la razón humana, esto es, en el análisis racional del ser humano y 3) por el mismo motivo, es válida en cualquier momento de la Historia. Para justificar esta pretensión de universalidad de la “moralidad de los derechos”, el autor (Peces-Barba 1994, 624) la identifica con

la idea de dignidad humana y de los grandes valores de libertad, de igualdad, de seguridad y de solidaridad, que de una forma y otra han estado siempre presentes en la historia de la cultura. La universalidad se formula desde la vocación moral única de todos los hombres, que deben ser considerados como fines y no como medios y que deben tener unas condiciones de vida social que les permita libremente elegir sus planes de vida (su moralidad privada).

En consecuencia, Peces-Barba admite la evidencia de que los derechos humanos, como concepto jurídico, no existían hace medio siglo. Pero la dignidad humana que les sirve de fundamento ha venido siendo reivindicada por filósofos, revolucionarios e incontables personas que, desde hace milenios, vislumbraban su derecho natural a tener una vida libre sin ser mediatizados por déspotas.

Así, es destacable que, ya en el siglo XVI, Francisco de Vitoria (1998, 129-135) reivindicaba la dignidad de la persona en cuanto imago Dei, existiendo un conjunto de derechos subjetivos, universales e inherentes a todo individuo, que no podrán arrebatársele por ninguna causa, incluidos el pecado o la infidelidad a la religión cristiana[3]. Con ello, toda persona, cristiana o pagana, pasa a ser sujeto de derechos en cuanto titular de los mismos derechos básicos que, si bien no alcanzaban el nivel de desarrollo y detalle que podemos hallar en la DUDH, sí protegían elementalmente los bienes esenciales que constituyen la piedra angular de dicha declaración[4].

Francisco de Vitoria identifica cualidades y características humanas en que se materializa la dignidad, y que son “razón, lenguaje, sociabilidad amistosa y libre albedrío” (Bretón 2013, 41). Como veremos, las doctrinas actuales que, asumiendo premisas claramente diferentes a las del autor (de inspiración última teológica), pretenden fundamentar racionalmente la universalidad de la dignidad humana y, con ello, de los derechos humanos, usan esas mismas cualidades y características como epicentro de su justificación.

Y es que el progreso de las sociedades, fruto del transcurso de los siglos, nos ha permitido definir de un modo cada vez más riguroso y completo el contenido de la dignidad humana, así como generalizar gradualmente (tarea hoy claramente inacabada) su respeto en el Derecho positivo. Ello del mismo modo que el ser humano tiene la capacidad natural de hablar, pero precisa un aprendizaje para dominarla, y de la misma forma que el lenguaje ha ido perfeccionándose a través de las generaciones gracias a la sabiduría y el patrimonio cultural que hemos ido atesorando. En tal contexto, la existencia de un núcleo de dignidad humana captado y defendido desde cosmovisiones muy distintas durante milenios, es un poderoso argumento acerca de su universalidad.

¿Pero qué es la dignidad humana y por qué debemos considerarla universal? Peces-Barba (1994, 625) responde a la pregunta:

Esta dignidad se expresa en que el hombre es un ser comunicativo, y social que vive en diálogo con los demás, a través del lenguaje racional, capaz de construir conceptos generales, y un ser moral y de fines que construye su propio ideal de vida, su propia moralidad privada, en convivencia con los demás. Son los valores morales que hacen posible una vida social conforme con esa dignidad humana, a través de una organización social democrática y que desarrolla esa moralidad pública en forma de principios de organización social y de derechos humanos, lo que es universal.

La definición parte de un análisis racional del ser humano, un examen de su naturaleza que pretende identificar los bienes más valiosos y excelsos ligados a nuestra especie. Bienes imprescindibles para nuestra realización personal, nuestra felicidad, nuestro autorrespeto y nuestra plenitud. Bienes que, precisamente por ello, constituyen los pilares de la dignidad humana e inspiran los valores universales a los que se refiere el autor, y para cuya protección se enuncian los derechos humanos, impregnados de tal universalidad.

¿De qué bienes estamos hablando? Asumiendo a grandes rasgos la tesis que acabamos de exponer, Nino (1989, 222-227) enuncia, sin ánimo de exhaustividad, los siguientes: Vida; libertad para realizar cualquier conducta que no perjudique injustamente a terceros; integridad corporal y psíquica; facultades intelectuales del individuo; dimensión espiritual; dimensión afectiva, familiar y sexual; dimensión social; recursos materiales precisos para no sufrir miseria, y poseer los bienes necesarios para desarrollar nuestras capacidades y plan de vida; seguridad personal frente a toda agresión por parte del Estado o los particulares.

No es necesario repasar pormenorizadamente la DUDH para concluir que los derechos que plasma consagran, precisamente, la protección y promoción de los bienes esenciales que acabamos de enunciar.

La identificación de la dignidad humana con los citados bienes implica necesariamente la concepción del ser humano como un fin en sí mismo, y por tanto un sujeto de derechos que jamás podrá ser mediatizado en aras de ningún objetivo, por noble que fuere (Ferrajoli 1995, 865; Nino 1988, 375).

Igualmente, el reconocimiento universal de estos bienes implica asumir una idéntica dignidad de cada individuo de nuestra especie, quedando proscrita la discriminación por razón de raza, sexo, religión, orientación sexual o cualquier otra causa arbitraria. Así, toda persona tiene un derecho fundamental originario “a la igualdad de consideración y respeto, un derecho que poseen no en virtud de su nacimiento, características, méritos y excelencias, sino simplemente en cuanto seres humanos con la capacidad de hacer planes y administrar justicia” (Dworkin 1984, 274).

Finalmente, y en cuanto a la forma de gobierno acorde con la dignidad humana, es evidente que, si ésta conlleva nuestra condición de personas libres e iguales, solamente será legítimo aquel sistema político donde 1) la voluntad de cada individuo tenga el mismo peso en la toma de decisiones colectivas, de modo que pueda afirmarse que nos gobernamos a nosotros mismos, y 2) tales decisiones nunca puedan vulnerar el patrimonio más sagrado de cada individuo, esto es, sus derechos humanos. Por ende, sólo el sistema democrático puede considerarse respetuoso con la dignidad de la persona.

1.2. Derechos humanos y capacidades: la Teoría de la Justicia de Martha Nussbaum

Dice Young (1997, 101) que la justicia representa “aquellas condiciones institucionales requeridas para que los miembros de una determinada sociedad desarrollen y ejerciten sus capacidades y participen en la determinación de sus acciones”. Y es que, ya en los albores del siglo XXI y también a lo largo de lo que llevamos de siglo, la defensa y garantía de ciertas capacidades (humanas, pero también compartidas con otras especies) se ha convertido en el factor central de relevantes teorías de la justicia. Nussbaum (2012, 38) construye la suya en torno a determinadas capacidades singularmente valiosas que deben ser protegidas y promovidas por el Derecho.

La autora comparte la concepción del individuo como un fin en sí mismo que hemos analizado en el punto precedente, y considera que la pregunta básica de toda Teoría de la Justicia es “¿Qué es capaz de hacer y de ser cada persona?”, siendo misión del Estado ofrecer un marco de oportunidades que permita a cada individuo gozar de las libertades necesarias para desarrollar su plan de vida “haciendo” y “siendo” conforme a sus preferencias personales.

Nussbaum (2012, 53-55) enuncia un listado de diez “capacidades centrales” que considera esenciales por su intrínseca conexión con la dignidad. Cada capacidad constituye un ámbito de libertad de relevancia superlativa, y que por ello debe gozar del máximo nivel de protección y promoción por el Estado. Veámoslas:

Vida. Implica vivir el tiempo de una vida de duración normal, sin morir de forma prematura ni ver la propia existencia degradada a condiciones que provoquen que deje de valer la pena.

Salud. Conlleva un adecuado tratamiento sanitario, una vivienda digna y una alimentación adecuada, dado el impacto de estos dos últimos bienes en el bienestar psicofísico.

Integridad física, que implica la protección frente a la violencia física y sexual, así como la libre elección en cuestiones reproductivas.

Sentidos, imaginación y pensamiento. Supone gozar de los recursos educativos adecuados para la formación intelectual, científica y artística, así como la libertad para exteriorizar los frutos de la mente y del espíritu a nivel cultural, político, religioso…

Emociones. Derecho a amar sin ser discriminados por nuestra orientación sexual, así como a desarrollarnos emocionalmente sin que el miedo o la ansiedad malogren una dimensión tan esencial de nuestra vida.

Razón práctica. Poder formarnos una idea del bien y reflexionar críticamente sobre la planificación de nuestra vida (abarca las libertades de conciencia y religiosa).

Afiliación. Ver garantizado nuestro autorrespeto sin que las instituciones o los miembros de la sociedad nos discriminen por razón de sexo, religión, raza u orientación sexual. Convivir, empatizar y construir colectivamente con otros seres humanos a través de, entre otras vías, las libertades de asociación, reunión y participación política.

Otras especies. Vivir una relación próxima y respetuosa con otras especies y el mundo natural. Como tristemente estamos experimentando, el daño al medio ambiente tiene un efecto boomerang no sólo en las expectativas de vida digna de las generaciones futuras, sino en nuestra propia salud y calidad de vida.

Juego. Disfrutar de las actividades recreativas como parte del derecho a una vida feliz y sana (el impacto en la salud mental del derecho a disfrutar durante un tiempo libre suficiente es indudablemente poderoso).

Control sobre el propio entorno. A nivel político, implica poder participar en la toma de las decisiones que gobiernan nuestras vidas. A nivel material, conlleva poseer propiedades muebles e inmuebles, gozar del derecho a un trabajo digno que nos permita obtener los recursos para vivir dignamente o estar protegidos frente a registros policiales y allanamientos arbitrarios de nuestro domicilio.

Nussbaum reconoce que su listado de capacidades básicas coincide en gran medida con los bienes protegidos por los derechos humanos, pero defiende su utilidad por cuanto los disecciona y describe sus diversas proyecciones mostrando una imagen mucho más detallada que la plasmada en la DUDH y, sobre todo, hace hincapié en cuestiones de género o relación del ser humano con el medio ambiente que no habían sido suficientemente valoradas en aquella.

Igualmente, la autora resalta que su listado de capacidades abre la puerta al reconocimiento de derechos a los animales, pues los derechos ligados a las capacidades centrales se justifican por la posesión de la capacidad, independientemente de la especie a la que pertenezca su titular.

Finalmente, Nussbaum resalta la intrínseca interconexión entre todos los derechos humanos, de modo que para el efectivo disfrute de unos resulta inexcusable el goce de los demás. Así, las “precondiciones económicas y sociales” para el ejercicio de los derechos civiles y políticos se encuentran en los derechos sociales, pues sin las oportunidades materiales que llevan aparejados es prácticamente imposible alcanzar el desarrollo intelectual y moral imprescindible para ejercer derechos como la libertad de expresión o la participación política (Nussbaum 2012, 88).

Por tanto, no hay derechos civiles y políticos sin derechos sociales, y es misión del Estado garantizar todos ellos mediante las correspondientes inversiones y políticas públicas pues, como bien señala Nussbaum, todos los derechos requieren una acción positiva estatal para su instauración (véase la inmensa inversión en fuerzas de seguridad del Estado o judicatura para proteger derechos como la propiedad o la inviolabilidad del domicilio frente a fenómenos como los robos o la ocupación de viviendas).

En suma, Nussbaum también reivindica los derechos humanos como fuente de legitimidad del Derecho, si bien en la medida que reconocen los bienes inherentes a las capacidades centrales que enuncia, engendrando una tesis que, sin duda, complementa y enriquece claramente la que hemos planteado en el epígrafe precedente.

1.3. Principales objeciones a la afirmación del valor universal de los Derechos Humanos con base en el análisis racional de la naturaleza humana

1.3.1. Derechos humanos, Teoría de la Justicia y falacia naturalista

Hasta ahora hemos defendido una Teoría de la Justicia que se fundamenta en la dignidad humana, dignidad que definimos con base en el análisis racional de los bienes-capacidades más elevados, valiosos y esenciales de nuestra especie, lo cual puede concebirse como una apelación a la naturaleza humana como base de nuestra tesis.

Otros autores comparten esta postura. Fukuyama (2002, 180) defiende firmemente los derechos humanos al vincularlos con “los bienes y fines últimos del ser humano y, en particular, de los bienes o fines colectivos que conforman la esencia de la política (…) aquellos fines que consideramos esenciales para nuestra humanidad”. Y ubica su origen en la naturaleza humana, a la cual define como “la suma del comportamiento y las características que son típicas de la especie humana, y que se deben a factores genéticos más que a factores ambientales” (Fukuyama 2002, 214).

El autor sostiene que todo ser humano comparte un “Factor X” que se identifica con la esencia humana y que es la fuente de nuestra dignidad. Y para definirlo afirma que el Factor X está “relacionado con nuestra propia complejidad y con las complejas interacciones de características exclusivamente humanas como la elección moral, la razón y la amplia gama de emociones” (Fukuyama 2002, 277).

Así, Fukuyama emplea, para fundamentar los derechos humanos, el “necesario recurso a la experiencia, sensible y espiritual, de las realidades propias y específicamente humanas” (Massini 1998, 300), concibiéndolos como manifestaciones del núcleo irrenunciable de dignidad humana que todos poseemos.

El uso de la anterior definición como premisa de la validez del Derecho, sería indudablemente criticado por las corrientes no cognoscitivistas aludiendo a la famosa falacia naturalista. No puede pretenderse deducir ningún “deber ser” de un supuesto “ser” natural, y no es posible construir las premisas axiológicas del Derecho válido con base en el axioma de que “la naturaleza humana es así”.

No podemos aceptar dicho argumento, pues consideramos que un Derecho cuyo contenido resulte contrario a la naturaleza humana es, simplemente, un sinsentido, tan absurdo como un medicamento que no cura o un alimento que desnutre. Es cierto que, a lo largo de la historia, el concepto de la naturaleza humana se ha usado en ocasiones de un modo dogmático e irracional (decir por ejemplo que el fin natural de la mujer es servir al hombre) para justificar políticas, leyes o formas de gobierno arbitrarias.

Pero la concepción de la dignidad del ser humano que hemos defendido surge de un examen riguroso y racional de la naturaleza humana que, a nuestro entender, define de un modo fiel la esencia de la humanidad, que reside en los bienes más elevados de la persona unidos a su impulso de ser libre y desarrollar su plan de vida. Y en un ámbito como el jurídico resulta elemental adaptar el contenido de la ley al respeto y promoción de la naturaleza humana, entre otros motivos porque sólo así será posible la convivencia y la supervivencia del sistema político.

Por tanto, el fundamento del contenido axiológico irrenunciable del Derecho en la naturaleza humana no implica falacia alguna, sino un proceso racional inexcusable para que la norma jurídica cumpla su función (López Hernández 1993, 291-292).

1.3.2. ¿Cómo pueden ser universales unos derechos que chocan con los credos de millones de personas?

Diversos autores, parte de ellos encuadrados en el comunitarismo conservador, sostienen que no existe ninguna justicia universal e inherente a la naturaleza humana, sino concepciones particulares sobre la justicia que son fruto del ethos, la tradición y, en definitiva, la identidad cultural de las distintas comunidades (Williams 2004, 75).

Así, dado que en Afganistán hay millones de hombres que experimentarían un profundo sentimiento de injusticia si alguien pretendiese otorgar a las mujeres el derecho de vivir sin someterse a sus maridos, nuestra pretensión de objetividad del derecho a no sufrir discriminación por razón de sexo quedaría invalidada, confirmándose que, en el fondo, hablamos de preferencias subjetivas y no principios objetivos de justicia. Pero no podemos estar de acuerdo.

Todos conocemos el experimento de introducir una flor en un frasco con tinte. Pasadas unas horas, las hojas de la flor acabarán teniendo el color del tinte, aunque la naturaleza les hubiese otorgado otro distinto. Exactamente esto es lo que sucede con la percepción de la justicia en gran parte de la población de las teocracias, dictaduras y pseudodemocracias.

Cuando un credo, ideología o sistema político contrarios a la razón y a la dignidad humana rigen en un Estado, sus líderes suelen tomar tres medidas destinadas a evitar que los ciudadanos se percaten. La primera es perseguir toda idea discrepante con brutalidad extrema, para que la ciudadanía solamente escuche su voz y tenga terror a cuestionarla. La segunda consiste en fomentar la atrofia intelectual del pueblo mediante un sistema educativo precario y adoctrinador. La tercera se centrará en una propaganda masiva de sus dogmas (raza, patria, líder, Dios…) a todos los niveles, desde los medios de comunicación a las escuelas, para alienar a su población, volverla “incompetente”[5] e insensibilizarla ante las injusticias que el régimen comete.

Ahora bien, incluso en sociedades como la afgana, sigue habiendo gente que pone en riesgo su vida por los derechos humanos, en ocasiones sin haber oído hablar siquiera de su existencia, oponiéndose a la brutalidad y el oscurantismo por la certeza de que, aunque todos los clérigos y autoridades del país digan lo contrario, ellos son sujetos de derechos. El sentimiento de rebeldía de una niña afgana a quien se prohíbe estudiar, su consciencia intuitiva de que tiene derecho a ello, es una prueba evidente de que existe una justicia natural basada en la dignidad humana y de que, incluso en las condiciones más difíciles, podemos acceder a ella a través de la razón.

En contraposición con las dictaduras y teocracias, tenemos las sociedades plurales que, pese a no ser perfectas a nivel de justicia, gozan de sistemas educativos de calidad aceptable y libertad para expresar opiniones, preferencias ideológicas y puntos de vista diversos.

Aquí la aceptación de los derechos humanos y del sistema democrático por la población es claramente mayoritaria. Esto evidencia que, cuando se permite al individuo pensar libremente, su tendencia natural es la de reconocer su propia dignidad y la del prójimo como valores supremos de convivencia. Una tendencia que, en no pocos casos, también logra seguir en dictaduras y teocracias donde reivindicar la dignidad humana conlleva riesgo de muerte. Y, a nuestro entender, es una prueba manifiesta de la existencia de principios de justicia universales y materializados en los derechos humanos.

Cabe destacar que no estamos defendiendo la existencia de una única respuesta correcta en cuestiones de justicia para todo supuesto, momento y lugar. Nuestra pretensión de validez universal se circunscribe al contenido esencial de los derechos humanos y, como desarrollaremos más adelante al hablar del multiculturalismo, cualquier credo, tradición o cosmovisión que lo respete goza de plena legitimidad.

No obstante, un relativista podría oponer que incluso dentro de las sociedades plurales existen concepciones de la justicia muy diversas, y algunas son incompatibles con los derechos humanos. Así, un partido de ultraderecha puede defender la prohibición de ciertas religiones o la persecución de los migrantes.

Sin embargo, estas posturas han tenido hasta hace poco una aceptación absolutamente residual en las sociedades plurales, lo que evidencia su manifiesta irracionalidad, que no se ve desvirtuada porque, en los últimos tiempos, determinados Estados occidentales hayan visto un incremento de su aceptación social (Nussbaum 2023, 32), como argumentaremos seguidamente.

Existen posturas contrarias a los derechos humanos que, por plantearse de un modo más subrepticio y contar con potentes altavoces propagandísticos, pueden alcanzar un apoyo popular mayor. Hablamos, esencialmente, de las posturas xenófobas que tienden a la satanización de un determinado colectivo étnico o religioso con el fin de perseguirlo y, no pocas veces, usarlo como chivo expiatorio. De ellas se han valido los partidos ultraderechistas europeos para incrementar su influencia en el marco de las recientes crisis migratorias.

En estos casos, una parte relevante de la población puede acabar rechazando a esos colectivos con el convencimiento de que no está obrando contra los derechos humanos, pues no les odian por su color de piel o credo, sino por ser generalizadamente delincuentes, integristas religiosos, malvados y ladinos. Precisamente, los propagandistas de la xenofobia intentan ocultar las verdaderas causas de su odio (meramente raciales o religiosas), y de cara al público sostienen que los integrantes de esa etnia o religión delinquen, cometen acciones execrables… y por ello deben ser rechazados.

Frente a ello, y sin perjuicio de potenciar cada vez más las virtudes racionales entre la población fomentando el espíritu crítico, el análisis razonado de los discursos y el antidogmatismo, consideramos que el fomento de la empatía hacia los colectivos que sufren discursos xenófobos es clave para el triunfo de la razón frente a los dogmas discriminatorios. Presentar a la población de un modo nítido y cercano las situaciones de carencias materiales que padecen esos colectivos, el enorme (y mal pagado) esfuerzo que nos aportan realizando trabajos precarios en condiciones de abusos laborales y, en definitiva, nuestra humanidad compartida, es el mejor antídoto frente al odio (Nussbaum 2014, 31).

1.3.3. ¿Quién decide cuál es el contenido esencial de los derechos humanos?

La pregunta es clara. Si una mayoría decide que el derecho a la libertad religiosa no ampara la práctica del catolicismo o el islam, ¿por qué la refutación de esta medida por parte de una minoría tiene más valor que la opción mayoritaria?

A este respecto, Moyn (2010, 44 y ss.) ha realizado un exhaustivo estudio sobre la concepción, instrumentalización y desvirtuación de la DUDH por Estados, grupos políticos y centros de poder que, afirmando defender estos derechos, han ejecutado políticas diametralmente opuestas y justificado crímenes, guerras e invasiones de toda índole cuyas únicas motivaciones eran intereses geoestratégicos. En dicha tesitura, ¿realmente significa algo afirmar que una conducta está impuesta o proscrita por los derechos humanos?

Como desarrollaremos en el siguiente apartado, consideramos que las decisiones más razonables son las mayoritariamente escogidas por una comunidad que decide, eso sí, con base en las premisas de la democracia deliberativa. Y esto resulta, con carácter general, extrapolable a las decisiones sobre la aplicación y desarrollo de los derechos humanos.

Ahora bien, ello no implica aceptar que toda afirmación sobre el contenido esencial de los derechos humanos, aun avalada por la mayoría popular o parlamentaria, sea igualmente acogible. Como toda norma jurídica vaga, los preceptos que consagran los derechos humanos tienen un núcleo de certeza positiva, que abarca aquellas situaciones indudablemente amparadas por la norma, y una zona de penumbra relativa a aquellas situaciones que es dudoso que acoja. El contenido esencial de cada derecho humano encaja en ese núcleo de certeza positiva al identificarse con la esencia del bien jurídico o la capacidad que protege.

Así, es indudable que prohibir la crítica política al presidente del gobierno viola la libertad de expresión, o que privar a una persona sin recursos del tratamiento sanitario preciso para curar un cáncer viola su derecho a la salud. Un análisis intelectualmente honesto del precepto no puede llevar a otra conclusión y, precisamente por ello, los intentos de instrumentalización torticera de los derechos humanos por agentes políticos para imponer agendas incompatibles con los bienes que protegen, suelen caer por su propio peso a nivel dialógico, sin perjuicio de que su poder les permita, en ocasiones, implementarlas.

Pero hay más. El contenido esencial de los derechos humanos encuentra un poderoso sustento en la doctrina de los tribunales internacionales (TEDH, Corte IDH…) que, hasta la fecha y con base en la identidad más incuestionable de cada derecho, han determinado las líneas rojas cuyo traspaso implica su vulneración, dando lugar a importantes avances sobre su definición y aplicación en las últimas décadas.

Por ende, no sólo el análisis lógico-lingüístico de cada artículo de la DUDH, sino el acervo jurisprudencial que durante décadas ha tallado los contornos de su contenido esencial, constituyen sólidos argumentos para combatir la decisión de cualquier mayoría que pretendiese un retroceso en su protección. Más allá de estas líneas rojas, son las mayorías populares quienes poseen la legitimidad para legislar sobre el desarrollo de los derechos humanos.

2. Constructivismo ético y Teoría de la Justicia

2.1. La deliberación pública como fuente de legitimidad del Derecho

Autores como Habermas ubican la legitimidad del Derecho en un procedimiento concreto: la deliberación pública en determinadas condiciones ideales. Aquellas decisiones que tomemos en el proceso deliberativo gozarán de la máxima legitimidad por cuanto 1) desde un punto de vista formal contarán con el consenso de voluntades de sus destinatarios, titulares de la soberanía y 2) se presume que una deliberación honesta llevada a cabo por personas formadas e informadas engendrará las mejores decisiones posibles desde un punto de vista material.

Nace así el concepto de democracia deliberativa. En ella no nos limitamos a votar ciegamente, sino que todos compartimos información y opinión dentro de un foro público ideal donde, además, no existen las malas intenciones (engañar o manipular al otro para hacerle actuar contra sus propios intereses) sino una honesta voluntad de discurrir sobre las mejores soluciones a nuestros problemas comunes. Y tomamos nuestras decisiones políticas con base en los datos e ideas que hemos compartido en ese intercambio rico y sincero.

Habermas enuncia los cuatro axiomas del diálogo ideal vinculado a la democracia deliberativa: “a) Carácter público e inclusión (...), b) igualdad en el ejercicio de las facultades de comunicación (...), c) exclusión del engaño y la ilusión: los participantes deben creer lo que dicen (...), d) carencia de coacciones” (Habermas 2002, 56).

Admitimos que implementar plenamente el ideal de democracia deliberativa es utópico. Contra él operan lacras como los colosales lobbies económicos cuya intención es acaparar capital al precio que sea, con un inmenso poder mediático y una elevada capacidad de manipular a la población, así como las deficiencias de nuestros sistemas educativos o el individualismo imperante en nuestras sociedades.

Ahora bien, las utopías constituyen el mejor incentivo para progresar, pues posiblemente nunca lleguemos a alcanzarlas, pero nuestra carrera en su persecución nos llevará muy lejos. Hay medidas idóneas para progresar en la democracia deliberativa, como incrementar la diversidad de medios de comunicación creando y fomentando medios digitales o comunitarios con línea editorial discrepante de las grandes cadenas, o instaurar medidas para que los medios públicos sean realmente plurales.

El sistema educativo también constituye un arma clave, siendo esencial inculcar el espíritu crítico y la formación en valores cívicos desde las primeras etapas (Dworkin 2008, 187). La sociedad civil también tendrá un papel determinante a la hora de generar foros de debate sobre los asuntos públicos mediante la convocatoria de conferencias, asambleas ciudadanas, movilizaciones y eventos de naturaleza deliberativa (Compte 2021, 391).

Por ello, nuestra fe en la razón humana nos hace creer en la democracia deliberativa, no sólo porque el debate entre personas formadas e informadas lleva a las mejores soluciones[6], sino porque inculca en la clase política la percepción de que están siendo permanentemente vigilados y juzgados por unos ciudadanos a quienes es difícil manipular, y esto constituye un excelente antídoto frente a la corrupción y el abuso de poder.

Eso sí, no podemos dejar de resaltar que la defensa de la democracia deliberativa es inescindible de la defensa de los derechos humanos, pues aquella no puede existir sin éstos. Así, los derechos humanos representan la “dimensión sustancial de la democracia” y se ubican en la “esfera de lo indecidible”, esto es, entre aquellos bienes que ninguna mayoría puede decidir eliminar porque estaría destruyendo la democracia misma (Ferrajoli 2008, 339).

Si la democracia es deliberación y decisión entre iguales, sin exclusiones ni discriminaciones entre los interlocutores que deterioren o anulen su capacidad discursiva, es obvio que los derechos civiles y políticos son las premisas elementales del proceso democrático. Y, como expuso Nussbaum, los derechos civiles y políticos son papel mojado sin las condiciones materiales que sólo aseguran los derechos sociales.

El propio Habermas (1994, 230) admite que “la esencia de los derechos humanos reside en las condiciones formales para la institucionalización legal de los procesos discursivos de formación de opinión y voluntad, a través de los cuales la soberanía del pueblo puede ser ejercida”. Igualmente, el autor sostiene que el concepto de dignidad humana debe ser “uno y el mismo en todo lugar y para todos”, sirviendo como fundamento de “la indivisibilidad de todas las categorías de los derechos humanos” (Habermas 2010, 468).

No hay democracia deliberativa (ni, siendo honestos, democracia a secas) sin derechos humanos. Y si la democracia es la fuente de legitimidad del Derecho, es obvio que ninguna mayoría puede decidir la negación de estos derechos a toda o una parte de la población, pues no hay mayor contradicción lógica que basar la legitimidad de una decisión en un concepto que será destruido por la decisión misma.

Por consiguiente, también las tesis que basan la legitimidad del Derecho en la democracia deliberativa asumen, expresa o tácitamente, los derechos humanos como premisa última de esta legitimidad.

A nuestro juicio, estas tesis son plenamente compatibles con la defensa del contenido esencial de los derechos humanos como garantía que ninguna mayoría puede traspasar, y además aportan planteamientos de gran utilidad para construir una Teoría de la Justicia que los proteja en la práctica. Y es que actualmente es difícil encontrar un Estado cuyas autoridades no afirmen su compromiso con los derechos humanos. El gran problema se encuentra en la aplicación real de esos derechos más allá de su asunción formal, es decir, en la materialización de las medidas legislativas y políticas públicas que aseguren su vigencia (Rabossi 1989, 334).

Lograr que los derechos humanos pasen del papel a la sociedad requiere torrentes de inteligencia, creatividad legislativa y firmeza frente a los poderes públicos y privados que los amenacen. Una ciudadanía formada e informada que delibera, participa y protagoniza la política cotidianamente, representa el mejor agente para lograr tan ambiciosa empresa.

2.2. La Teoría de la Justicia y el guardián de la res pública

Las teorías de la justicia republicanas se encuentran plenamente comprometidas con los derechos humanos, y se caracterizan por resaltar la extrema dificultad de llevarlos a la práctica debido a la existencia de núcleos de poder (especialmente el poder económico privado) que harán todo lo posible para anteponer sus privilegios a la democracia y la dignidad de cada individuo.

Por eso, el pensamiento republicano considera esencial el control ciudadano de las instituciones, y el uso del Estado como herramienta al servicio de los derechos y la libertad de todos. Asume, igualmente, la promoción de los valores cívicos por parte del Estado a través de vías como el sistema educativo, para que todos los ciudadanos sean plenamente conscientes de sus derechos, gocen de una cultura política adecuada y se comprometan con la defensa de la res pública frente a cualquier agente despótico que pretenda supeditar la soberanía popular a sus intereses espurios (Gargarella 1999, 166).

De este modo, cada ciudadano es guardián de sus derechos y su libertad y, con ello, también de los derechos y la libertad de todos, pues sólo mediante un Estado controlado por el pueblo y unos poderes económicos domesticados es posible asegurar el imperio de los derechos humanos y la soberanía popular. Ello lleva a que las teorías republicanas de la justicia se fijen los siguientes objetivos fundamentales:

En primer lugar, evitar que el Estado quede secuestrado por élites políticas y económicas. La fiscalización popular de las actuaciones de los representantes públicos debe ser continua, estableciéndose una plena transparencia de toda actividad institucional que permita a los ciudadanos saber en qué gastan sus impuestos los representantes electos y qué políticas públicas llevan a cabo, minimizando el riesgo de opacidad y corrupción.

Igualmente, el ciudadano debe tener una participación política lo más amplia y directa posible y, si bien actualmente resulta inevitable la democracia representativa debido al tamaño de nuestras sociedades, las teorías republicanas de la justicia suelen ser favorables a las vías de democracia participativa, como el referéndum vinculante convocado a instancia ciudadana (Vázquez 2019, 207).

En suma “lo que se requiere para que no haya arbitrariedad en el ejercicio de un determinado poder no es el consentimiento real a ese poder, sino la permanente posibilidad de ponerlo en cuestión, de disputarlo” (Petit 1999, 91). El representante público debe sentir, en todo momento, la mirada del ciudadano puesta sobre su gestión, así como la certeza de que, si no cumple sus deberes, se le pedirán responsabilidades de forma inmediata y expeditiva.

Del mismo modo, el republicanismo asume la necesidad de fiscalizar y regular cualquier fuente de poder que sea amenaza potencial contra los derechos de los ciudadanos y la democracia. Los grandes poderes económicos son el mejor ejemplo de este peligro.

De ahí que la necesidad de de establecer leyes antimonopolio; regular los lobbies que puedan intentar la instrumentalización de las instituciones parasitando a los partidos políticos; mantener la titularidad pública de los principales recursos naturales del país o regular los sectores estratégicos de la economía a fin de que los ciudadanos no sean devorados por el ánimo de lucro desmedido de los poderes económicos y el Estado pueda ser lo más autosuficiente posible.

Porque si la riqueza está en manos de unos pocos que pueden chantajear a la comunidad política con asfixiarla económicamente si no se somete a sus designios, la democracia no existe, ya que ellos tienen la capacidad de imponer sus proyectos a los avalados por el pueblo (Ferrajoli 2016, 34).

Por otra parte, las teorías republicanas de la justicia defienden que el Estado debe inculcar en el ciudadano, desde la etapa escolar, su condición de protagonista indiscutible en el gobierno de su nación, titular de la soberanía popular y sujeto libre e igual en dignidad a la de cualquier otro. Debe enseñársele sus derechos, debe invitársele a defenderlos, debe educársele en el respeto al idéntico valor que toda persona tiene independientemente de su sexo, raza o religión, y advertírsele de que su pasividad política puede derivar en que tanto él como sus conciudadanos acaben sometidos a la condición de súbditos (Vázquez 2019, 198)[7].

Ahí se encuentra la gran diferencia entre teorías republicanas y otras corrientes como el comunitarismo conservador. Mientras los segundos pretenden que el Estado promueva e inculque códigos morales que regulan aspectos de la vida privada y muchas veces entroncan con las concepciones sobre la virtud defendidas por alguna religión, el republicanismo respeta profundamente la vida privada del ciudadano y su derecho a tener las convicciones morales o religiosas que considere.

Pero, como miembro de la comunidad política, el ciudadano debe conocer sus derechos para no ser explotado o manipulado, y debe aprender a respetar los derechos de los demás, así como entender la realidad política y los graves peligros de desentenderse sobre aquella. En esas enseñanzas están los límites del “adoctrinamiento” republicano.

Por consiguiente, la aportación de las teorías republicanas de la justicia para la construcción de una Teoría de la Justicia del siglo XXI nos parece insustituible, al consagrar las premisas materiales sin las cuales no puede haber ni democracia deliberativa ni respecto efectivo al contenido esencial de los derechos humanos.

3. Emociones humanas y Teoría de la Justicia

3.1. La teoría emotivista en el marco del no cognoscitivismo ético

Las teorías emotivistas defienden que la justicia no está compuesta de átomos ni puede someterse a las reglas verificativas de la ciencia. Por tanto, es un concepto vacío que cada individuo emplea para expresar lo que, según sus emociones, le parece bien. Si algo le produce rabia o frustración, dirá que es injusto, mientras que si le agrada o enternece lo considerará justo (MacIntyre 2004, 26; Nietszche 2008, 98 y 159).

Con ello, el emotivismo asume que “en la cuestión de si esto o aquello es el Bien último no hay pruebas por parte de nadie; cada cual puede apelar solamente a sus propias emociones, y emplear ardides retóricos que despierten emociones semejantes en otros casos” (Russell 1951, 138).

3.2. Refutación de las teorías emotivistas y reivindicación de las emociones como factor relevante para identificar la justicia

A nuestro entender, la justificación de los derechos humanos como elemento central de toda Teoría de la Justicia válida puede realizarse con argumentos racionales capaces de convencer a la amplia mayoría de individuos, tal y como hemos defendido en páginas anteriores.

Pero, sin perjuicio del papel capital que el uso de la razón tiene en esta tarea, reivindicamos igualmente la emotividad como brújula moral para identificar la justicia, y afirmamos que, ante violaciones evidentes de los derechos humanos, los sentimientos de la inmensa mayoría de individuos no condicionados por la ignorancia, el adoctrinamiento y la represión, serían esencialmente los mismos: dolor, rabia e indignación ante el sufrimiento injusto de sus semejantes.

Las emociones que podemos experimentar viendo a una mujer afgana sojuzgada por su marido, a un anciano español que no puede alimentarse debidamente por lo exiguo de su pensión, o a un hombre birmano torturado por pedir democracia, tienen unas características muy específicas.

La primera es su intensidad, que será mayor cuanto más profundamente conozcamos y percibamos la situación. El impacto que provoca en el espectador cada una de estas tragedias (sobre todo si las percibe directamente o al menos de un modo más cercano que el que le ofrecen unos segundos de televisión) será proporcionalmente más intenso que el propio de otras emociones como la irritación por perder el autobús. Ese dolor emocional evidencia que corregir las injusticias de esta índole es una exigencia relevante vinculada a la naturaleza de todo ser moral, del mismo modo que el dolor físico nos alerta, de un modo intuitivo y prerracional, de que algo va mal en nuestro cuerpo y debe corregirse.

Y la segunda es su intrínseca ligazón con los procesos racionales. Si preguntamos a alguien por qué se siente feliz los días nublados, posiblemente se limitará a decirnos que le gustan. Si le preguntamos por qué le desagrada ver un mercado de esclavos en Libia o a una mujer afgana sojuzgada, podrá darnos razones plenamente lógicas para justificar su sentimiento: no siente rabia por una manía o preferencia caprichosa, sino por la existencia de una situación que repugna a la razón (pudiendo justificarse su abyección mediante argumentos racionales) y causa un daño especialmente execrable: malograr una vida y someter a cotas extremas de sufrimiento a sus víctimas[8].

Hablamos, por tanto, de emociones plenamente justificadas racionalmente, y de una doble alerta desde la sensibilidad y la razón acerca de lo que repugna a ambas por ser obscenamente injusto, una doble alerta que, por ejemplo, no se da cuando nos compadecemos del sufrimiento de otro en casos como la enfermedad, la muerte de un familiar o la ruptura sentimental, pues entendemos que las fuentes de tal dolor no nacen de la acción u omisión arbitraria de un sujeto obligado a no atacar el bien jurídico afectado y que, por ello, ha generado una situación de injusticia que debe ser corregida.

Por tanto, hablamos no solamente de mera empatía hacia el dolor de otro, sino de certeza racional acerca de la existencia de un derecho subjetivo, aun cuando no esté positivizado, que es propiedad inalienable de la persona sojuzgada y debe ser restaurado porque existen razones objetivas de justicia que lo avalan. Por ende, consideramos que las emociones, en los términos expresados, constituyen un argumento adicional en favor de la universalidad de los derechos humanos[9].

Somos conscientes, no obstante, de que las emociones a las que acabamos de aludir pueden adormecerse parcialmente e incluso atrofiarse en parte de los ciudadanos que nacen en regímenes que les adoctrinan en el odio y les someten a su pensamiento único, así como entre aquellos ciudadanos que, aun viviendo en sociedades plurales, ven limitado su contacto con el dolor de sus semejantes a unos minutos a través de la pantalla de su televisor. Como toda capacidad humana, desde el habla o la escritura al razonamiento, la empatía con quien sufre injusticia florecerá en mayor o menor medida dependiendo de las circunstancias fácticas que rodeen a la persona.

Pero ello no resta un ápice de su valor, su carácter innato y su potencial transformador de la realidad. El mundo, en gran medida, ha superado sus etapas más oscuras gracias a personas que lo dieron todo para eliminar el sufrimiento de sus semejantes, un sufrimiento cuyas causas derivaban de un orden social en cuya corrección habían sido adoctrinados pero que, a pesar de todo, sentían y sabían que era axiológicamente abyecto.

Sin duda, es deseable que las nuevas generaciones sean educadas en la empatía hacia sus semejantes y el respeto a su dignidad, lo cual maximizará su expansión. Pero, reiteramos, el sufrimiento ante la opresión y el maltrato al prójimo es una llama imposible de apagar completamente en el ser humano, incluso en las circunstancias menos propicias para que prenda.

4. Teoría de la Justicia, multiculturalismo y derechos colectivos

“Podemos detectar una nota propia de todo concepto de justicia, en cualquier circunstancia histórica. Sólo que ésta sería negativa. La justicia que se demanda es, en todo caso, la no exclusión” (Villoro 2007, 38). La “no exclusión” abarca, sin duda alguna, a todo individuo, que no puede ser discriminado, perseguido o invisibilizado socialmente por su orientación sexual, ideología…o pertenencia a una determinada minoría étnica, cultural o religiosa.

Con base en esta premisa, numerosos autores han reivindicado el valor de los derechos colectivos, entre cuyos titulares se encuentran las minorías antedichas, de modo que superan la histórica concepción liberal del derecho subjetivo cuyo dueño es el individuo, abriendo el concepto de “derechos” a comunidades y entes de naturaleza grupal (Caracciolo 2009, 261 y ss).

Hablamos, por tanto, de derechos como la protección por el Estado del idioma, la cultura y las tradiciones de pueblos indígenas (véase la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007) o minorías culturales que, precisamente por su situación de vulnerabilidad, pueden acabar perdiendo esos bienes colectivos arrastrados por la forma de vida mayoritaria.

A nuestro entender, los derechos colectivos tienen su fundamento último en la promoción de los derechos humanos de los individuos que integran las colectividades. Así, los individuos somos parte de entes sociales, comunidades que, eso sí, debemos poder elegir libremente. Esas comunidades son esenciales para nuestro desarrollo y nuestra felicidad, pues sus rasgos identitarios acaban formando parte de nuestra propia identidad y convirtiéndose en bienes morales y culturales que interiorizamos, hacemos nuestros y consideramos sumamente valiosos, de modo que su negación implica la negación de nuestro propio ser.

De ahí la razonabilidad de reconocer a los grupos titulares de esos rasgos identitarios el derecho a poseerlos, expresarlos y, en el caso de los grupos minoritarios, gozar incluso de acciones positivas por parte del Estado, a través de la garantía institucional, para preservarlos y evitar que sean arrollados por la cultura mayoritaria (Habermas 1999, 205; Kymlika 1996, 18).

Ello abarcaría medidas como la cooficialidad de las lenguas minoritarias de un Estado, las subvenciones para fomentar las expresiones culturales y folklóricas de grupos minoritarios o el reconocimiento a los pueblos indígenas del derecho a gobernarse con base en sus normas y autoridades ancestrales dentro de sus territorios.

Entendemos que el reconocimiento de los derechos colectivos puede justificarse con base en los derechos humanos. Así, el individuo que forma parte de una comunidad minoritaria dentro del Estado, amando sus tradiciones, su ethos y su cultura, vería vulnerados derechos tales como el libre desarrollo de su personalidad si se le privase del contexto donde dicha personalidad nació y pretende seguir evolucionando. Siempre y cuando, eso sí, que el ethos de su comunidad sea respetuoso con los derechos humanos.

Es plenamente conocido el debate sobre la justificación de una relativización de los derechos humanos en aquellas comunidades cuyo ethos puede chocar parcialmente con su contenido, de modo que los derechos colectivos de las mismas legitimarían una aplicación atenuada o incluso inaplicación de los derechos individuales. Habermas (1998, 628) aportó su perspectiva a esta discusión hace más de una década:

La ciudadanía democrática no ha menester quedar enraizada en la identidad nacional de un pueblo; aunque, con independencia de, y por encima de, la pluralidad de formas de vida culturales diversas, exige la socialización de todos los ciudadanos en una cultura política común.

En efecto, si los derechos humanos son el fundamento de los derechos colectivos, como también lo son de la democracia misma, sería absurdo ampararse en los derechos colectivos para negarlos. Las mismas razones que dimos para ubicar el contenido esencial de los derechos humanos en la “esfera de lo indecidible” por cualquier autoridad política, se reproducen en este caso.

Más allá de ello, la protección y promoción de las minorías étnicas, religiosas o culturales debe ser un objetivo del Estado, institucionalizando un “pluralismo razonable” (Rawls 2001, 5) donde todo aquel que respete los bienes y capacidades básicas de su semejante tiene cabida, libertad y protección para expresar y vivir su identidad.

De otro lado, diversos autores han defendido la necesidad de un diálogo ecuménico entre los distintos pueblos, culturas y religiones para consensuar una visión globalmente aceptada de los derechos humanos (Linde 2002, 41). Tal diálogo es deseable y puede resultar muy fructífero siempre que 1) no implique un retroceso en la definición del contenido esencial de los derechos humanos conforme a la doctrina de los tribunales internacionales que mencionamos en páginas anteriores y 2) sirva para superar la concepción ciertamente hipócrita que no pocos países occidentales mantienen respecto de la vigencia práctica de los derechos sociales en sus territorios y su garantía a las poblaciones de países en desarrollo previamente expoliados por Occidente.

Sólo nos resta resaltar la muy prometedora proyección de los derechos colectivos sobre el patrimonio natural que, indudablemente, pertenece a los pueblos, pero también constituye un riquísimo mosaico de formas de vida que, por su propio valor, merecen una adecuada protección jurídica, aparte de ser absolutamente esenciales para la supervivencia de nuestra especie (Aparicio 2024, 313).

A modo de conclusión

A lo largo del presente trabajo hemos pretendido demostrar la plena coherencia y complementariedad entre diversas teorías de la justicia que, unidas por su reconocimiento de los derechos humanos como piedra angular axiológica, ponen el acento en las distintas piezas necesarias para construir y mantener un sistema jurídico acorde con la dignidad humana.

Pero, además, entendemos que una teoría de la justicia que anude las aportaciones de las teorías estudiadas también constituiría el mejor escenario para el desarrollo económico, científico, cultural y social de cualquier comunidad. Dedicaremos las reflexiones finales de nuestro trabajo a fundamentar esta última idea.

Hace dos décadas, Sen se planteó si los regímenes que no respetan los derechos humanos pueden ser útiles para la consecución de objetivos económicos como el incremento del nivel de vida de la mayoría de sus ciudadanos. Su conclusión es tajante: “apenas existen pruebas de que el régimen autoritario y la supresión de los derechos políticos y humanos contribuyan en realidad a fomentar el desarrollo económico” (Sen 2000, 187).

Y las estadísticas lo avalan. Si acudimos al Informe sobre Desarrollo Humano 2021-22 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, publicado el 8 de septiembre de 2022, veremos que entre los 10 países con un índice más elevado se encuentran Dinamarca, Noruega, Suecia y Países Bajos.

Y si examinamos el Informe sobre Libertad de Prensa elaborado por Reporteros sin Fronteras para 2023, veremos que entre los 10 primeros puestos se ubican Dinamarca, Noruega, Suecia y Países Bajos. Evidentemente, no es casualidad.

Las principales rémoras en el progreso de las sociedades son, de un lado, los gobiernos que practican la corrupción y el abuso de poder malversando la soberanía y el patrimonio del país en beneficio propio y, de otro, la dilapidación del capital humano por falta de recursos y oportunidades para potenciar las capacidades de sus ciudadanos.

El imperio de los derechos humanos minimiza ambos males. De una parte, ofreciendo a los ciudadanos los recursos materiales precisos para desarrollar sus capacidades y crear riqueza sacando lo mejor de sí, contando además con el incentivo del sentimiento de pertenencia a una comunidad en la que creen porque siempre les ha respetado, y con la que desean contribuir por el orgullo y agradecimiento que les motiva.

De otra, les otorga las herramientas para convertirse en guardianes del Estado, atajando la corrupción, la ineficiencia y el mal gobierno, y tomando las decisiones políticas más idóneas para el progreso de su comunidad.

En suma, las comunidades políticas fundadas en el respeto al contenido esencial de todos los derechos humanos, que practican la democracia deliberativa y se integran por ciudadanos de firme espíritu republicano y sólida empatía hacia sus semejantes, representan el terreno más fértil no sólo para la vigencia de la dignidad humana, sino para la prosperidad y el progreso económico, científico, cultural y social.

Sólo nos resta añadir que, debido a las limitaciones de espacio inherentes a un trabajo de esta índole, no hemos podido profundizar en las interesantes líneas de investigación que podrían derivarse de las conclusiones expuestas, tales como una mayor concreción de las aportaciones que cada teoría de la justicia analizada podría ofrecer para la resolución de los grandes problemas propios de nuestras sociedades actuales, o la propuesta de medidas legislativas y reformas institucionales para materializarlas del mejor modo posible. Esperamos poder desarrollarlas en posteriores trabajos.

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[1] Véase Falcón y Tella (2007, 151 y ss.) y Seoane (2002, 766 y ss.).

[2] Así, asumimos una Teoría de la Justicia que acoge (entre otras premisas) el “iusnaturalismo deontológico” defendido por Eusebio Fernández (2024, 107-108), según el cual los derechos humanos son derechos que todas las personas poseemos por nuestra propia humanidad, “con derecho igual a su reconocimiento, protección y garantía por parte del poder político y el Derecho”.

[3] Igualmente revolucionaria es su concepción del ius gentium. que “tiene carácter vinculante por tres causas o razones: por derivar del derecho natural (causa material), por haber sido establecido por ‘la autoridad de todo el orbe’ (causa eficiente), y por estar ordenado al bien común del orbe (causa final)” (Fernández Ruiz-Gálvez 2017, 40-41). Vitoria lo concibe como el conjunto de normas jurídico-positivas que deben regir las relaciones entre los pueblos orientándolas al bien común, garantizando un conjunto de derechos mínimos e inherentes a cualquier persona humana. Asume que, por requerir una justicia elemental, el ius gentium habrá de respetar el Derecho natural y, con ello, los derechos naturales de toda persona. Pero, respetando ese mínimo, también deberá ser fruto del consenso, gozando así de la doble legitimidad de la corrección axiológica de su contenido y de su universal aceptación por unos pueblos que lo han acogido voluntariamente.

[4] Entre tales derechos se encuentran la libertad (que abarca libertades más específicas como la de religión, la de tránsito o la de comercio), la propiedad o la vida (Bretón 2013, 50 y ss.).

[5] “En efecto, la no aceptación de la garantía de los propios bienes básicos es una clara señal de irracionalidad o de ignorancia de relaciones causales elementales. En ambos casos, quien no comprende su relevancia puede ser incluido en la categoría de incompetente básico” (Garzón 2000, 160).

[6] “La voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública; pero no que las deliberaciones del pueblo ofrezcan siempre la misma rectitud. Se quiere siempre el bien propio; pero no siempre se le conoce. Nunca se corrompe al pueblo; pero frecuentemente se le engaña, y solamente entonces es cuando parece querer lo malo” (Rousseau 2007, 58). Y la democracia deliberativa minimiza el riesgo de engaño a la ciudadanía por parte de las élites.

[7] La educación republicana debe circunscribirse a “las actitudes o el talante que son exigencias del ideal de una ciudadanía democrática: la tolerancia frente al dogmatismo, la intransigencia, el racismo la xenofobia; la responsabilidad superadora del miedo a la libertad; la racionalidad de la praxis democrática como dialéctica de las razones de todos; el talante crítico; la cultura de la participación” (Salguero 1999, 457).

[8] A modo de ejemplo, en septiembre de 2023 y tras 2 años desde la llegada al poder de los talibanes, cerca del 70% de las mujeres afganas experimentaban problemas de salud mental, siendo la depresión el más destacable, según el informe emitido conjuntamente por ONU Mujeres, la Organización Internacional para las Migraciones y la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán.

[9] Nussbaum (2008, 338 y ss.) anuda, al enunciar su concepto de “compasión” como virtud cívica, emociones y percepción racional de injusticia, circunscribiendo tal “compasión” a aquel sufrimiento grave e injusto padecido por un semejante, y resaltando la importancia de la educación en valores de tolerancia para que prejuicios xenófobos no nos lleven a relativizar el sufrimiento de otros debido a su raza, religión… De otro lado, Ricoeur (2011, 43 y ss) considera que el amor al prójimo es esencial para que impere la justicia en una sociedad, más allá del contrato social que se limita a establecer obligaciones básicas que solamente se cumplen para mantener una convivencia elemental. Por el contrario, el amor hace nacer obligaciones basadas no en el interés egoísta, sino en el afecto y el compromiso con los demás, abriendo el camino hacia el ideal de vida buena y no de mera coexistencia.

 

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