Deusto Journal of Human Rights
Revista Deusto de Derechos Humanos
ISSN 2530-4275
ISSN-e 2603-6002
DOI: DOI: https://doi.org/10.18543/djhr
Abril 2025
ARTÍCULOS EN PRENSA / ARTICLES IN PRESS
Violencia de género y justicia social: la activa presencia de las mujeres en la vida judicial de la Edad Moderna
Gender violence and social justice: the active presence of women in Early Modern judicial life
The University of Alabama. EE.UU.
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2082-1204
https://doi.org/10.18543/djhr.3268
Fecha de recepción: 18.03.2024
Fecha de aceptación: 05.11.2024
Fecha de publicación en línea: abril de 2025
Cómo citar / Citation: Granja, Xabier. 2025. «Violencia de género y justicia social: la activa presencia de las mujeres en la vida judicial de la Edad Moderna». Artículo en prensa. Deusto Journal of Human Rights, abril. https://doi.org/10.18543/djhr.3268
Resumen: En la Edad Moderna hubo una amplia variedad de autores de ficción literaria y tratados moralistas que exploraron la desigualdad de género en el patriarcado español, en representación de la situación social de la época. Algunos apuntaban a las consecuencias dañinas de tratar a las mujeres como inherentemente deficientes, perspectiva de orígenes clásicos perpetuada aún tras el medievo. Otros ensalzaban críticas destinadas a prolongar ideologías misóginas en España. Empleando estas fuentes como contexto, así como documentos archivísticos que muestran instancias de víctimas femeninas con honor y estatus mancillados por estupro, agravio, rapto, ofensa, apartamiento, suceso, efusión de sangre, violencia, agresión y uxoricidio, este estudio analiza los mecanismos judiciales a disposición de mujeres tanto prometidas como ya casadas. Así, se exploran las varias vías por las cuales las mujeres aprendieron progresivamente a reclamar una aplicación más equitativa de sus derechos para mejorar su posición en sociedad y asegurar su supervivencia.
Palabras clave: Violencia, justicia social, victimización, opresión patriarcal, supervivencia
Abstract: During early modernity, many authors of literary fiction and moralistic treatises explored issues of gender inequality within the Spanish patriarchy, in representation of the state of society at the time. Some pointed towards the harmful consequences of treating women like inherently deficient beings, a classical perspective still perpetuated after the Middle Ages. Others extolled criticisms designed to prolong misogynistic ideologies in Spain. Using these sources as context, as well as archival documents that show cases of victimized women with honor and status ruined by statutory rape, offense, kidnapping, insult, separation, death, bloodshed, violence, aggression and uxoricide, this study analyzes the judicial mechanisms available to both fiancées and wives. In this way, this article explores the various ways through which women progressively learned to demand a more egalitarian application of their rights in order to improve their position in society and ensure their survival.
Keywords: Violence, social justice, victimization, patriarchal oppression, survival
Sumario: Introducción. 1. Tensiones familiares y abusos de autoridad. 2. Cosificación de las mujeres y acoso sexual. 3. Integridad corporal y efectividad judicial ante agresiones de género. Conclusión. Bibliografía.
Introducción
Durante los siglos XVI y XVII, muchos autores literarios denunciaron una progresiva dilución de los ideales cortesanos promulgados por manuales de conducta, dando pie a que varias escritoras buscaran modificar una sociedad que consideraban poco equitativa. María de Zayas y Luisa de Padilla dedicaron sus obras a combatir la glorificación tradicional de la superioridad varonil y el desprecio a la suposición renacentista de inferioridad femenina con argumentos sobre cómo “los Nobles […] no contrahen cumplidamente el verdadero Matrimonio, pues faltan a todo lo dicho, con faltar al amor que deben a sus mugeres, el cual ponen en las agenas” (Padilla 1639, 408). Estas autoras articulan un contexto de desigualdad de género que apunta a las consecuencias dañinas de tratar a las mujeres como inherentemente deficientes, perspectiva clásica perpetuada durante el medievo. Tal es su convicción de la necesidad de que los hombres “muden de intención y lenguaje con las mujeres” que de no hacerlo “será fuerza que todas tomemos las armas para defendernos de sus malas intenciones” dado que “nos ocasionan a mayores ruinas que los enemigos” (Zayas 1647, 509). Las mujeres de los siglos XVI y XVII buscaban empoderarse por diversas vías, desde la representación literaria hasta las denuncias judiciales. Dependiendo de su posición social, de su edad, estado civil, o incluso si eran mujeres esclavas o libres, las opciones a su alcance diferirían notablemente. Este estudio analiza los mecanismos judiciales a disposición de las mujeres prometidas o ya casadas, para lo cual se han consultado varios archivos (especificados a lo largo del texto) buscando instancias de víctimas con honor y estatus mancillados por estupro, agravio, rapto, ofensa, apartamiento, suceso, efusión de sangre, violencia, agresión y uxoricidio.
El Ordenamiento de Toro de 1505 estableció una “limitación de capacidad de la mujer casada para contratar y comparecer en juicio, regulada en la Ley 55 de Toro” (Muñoz García 1989, 440), aclarando que se preservaba la posibilidad de que una “mujer casada aun no teniendo la licencia marital, puede comparecer en juicio (delitos, causas de separación o divorcio, etc.)” (Muñoz García 1989, 448). Esta estipulación es crucial para el presente análisis, dado que como es sabido, incluso ya entrado el siglo XVIII aún “el matrimonio presentaba una marcada función económica, más que sentimental […] las mujeres tienen vedadas las posibilidades de independencia económica” (Ortego 2008) y, por tanto, el casamiento les posibilitaba ejercer cierto poder, al no disfrutar de autoridad legítimamente reconocida por la sociedad. En los siglos XVI y XVII seguía perpetuándose una antigua desigualdad de género que no comenzó a disminuir hasta el XVIII:
se mantuvo intacta la idea de la época clásica de que la mujer era el más lascivo y desordenado de los dos sexos, el más inclinado naturalmente hacia el mal, y que a los hombres correspondía imponer orden y la moralidad a sus reiterados excesos. A lo largo del siglo XVI y en la centuria siguiente, esta opinión quedó reforzada por una visión pesimista de la evolución de las costumbres y de la sociedad en general […] Sin embargo, en el siglo XVIII, se produjo un cambio espectacular y las mujeres fueron consideradas inocentes y puras, aunque débiles (López-Cordón 1994, 105).
Esta debilidad asumida en las mujeres requería protección masculina, garantizando en los maridos una posición de poder que les permitía un control casi absoluto de sus esposas. Muchas mujeres protestaron contra los maltratos que recibían, y sus denuncias, preservadas en casos judiciales disponibles en archivos históricos, corroboran su desconfianza ante una cortesanía que las devaluaba y agredía. Las Cortes, encargadas de procesar estas acusaciones, tendían a mostrarse reticentes a conceder separaciones matrimoniales dada la santidad de este vínculo, por lo que es razonable sospechar que “la mayoría de los conflictos matrimoniales no se resolvieron por la vía judicial. Los casos que llegaron ante los tribunales episcopales fueron aquellos en los que la convivencia se había degradado hasta tal punto que hacía imposible su continuidad” (Lorenzo y Pando 2020, 180). Considerando que para finales del XVII se apreciaba ya un “notable incremento de la violencia contra la mujer, a raíz de los enfrentamientos y venganzas, entre las familias” (Alabrús 2023, 169), para comprender la situación sociopolítica de las mujeres de la época es fundamental observar la trayectoria histórica de los procesos judiciales a lo largo de la Edad Moderna cuando las agresiones de los hombres meritaban consecuencias legales. Pese a no siempre actuar en beneficio de ellas y seguir preservando las desigualdades inherentes a un patriarcado que alegaba mantener valores morales cristianos, el procesamiento judicial de estos casos como consecuencia de que “la violencia genera violencia y a la familiar que provocan algunos ante la unión se respondía con otro tipo de violencia, como era esporádicamente el rapto” (Torremocha 2010, 659) dio renovada voz a estas acusadas otorgándoles una visibilidad sin precedentes[1].
1. Tensiones familiares y abusos de autoridad
Los tiranos que protagonizan las obras de autoras como Zayas garantizan su dominio absoluto sobre las mujeres explotándolas para apropiarse de sus posesiones y ascender en la jerarquía social, o victimizándolas para asegurarse de que permanecen indefensas y políticamente oprimidas. Como explica Merry Wiesner-Hanks (2008, 284), “the power of husbands was rarely disputed in the XVI and XVII centuries, which was an important reason why women were not included in decisions of political rights; because married women were legally dependent, they could not be politically independent persons, just as servants, apprentices and tenants could not”. Las mujeres no tenían peso político en sociedad: los discursos oficiales rara vez las mencionaban, estableciendo la experiencia masculina y la supresión del derecho femenino como una verdad universal. La mayoría de textos moralistas dirigidos a las esposas “contaba con el apoyo de una legislación que legitimaba la posición de inferioridad de las mujeres y la autoridad del marido” (Hernández Bermejo 1987, 182).
En cuanto a los castigos aplicables por ley, existían normativas desiguales entre géneros. Las leyes en Europa privilegiaban lo masculino sobre lo femenino, tanto que este “patriarchal blueprint also privileged some men above others, based on assumptions about their ability to discipline both themselves and others” (Shepard 2006, 87), feminizándolos cuando no imponían su control. La severidad de la pena legal estaba directamente relacionada con el género del acusado: sancionar a las mujeres era completamente aceptable y “tanto unos como otros justificaban la sumisión femenina, bien por el castigo impuesto por Dios a Eva por su pecado de desobediencia, bien por su debilidad e inferioridad natural” (Hernández Bermejo 1987, 181), mientras que los hombres disfrutaban de mayor indulgencia judicial. Una mujer adúltera podía ser ejecutada por el mismo crimen que, de ser cometido por un hombre, no requeriría mayor escarmiento que doce días en prisión. Las cortes tendían a fallar a favor del derecho de un marido a corregir el comportamiento de su esposa mediante represalias físicas “as long as this was not extreme, with a common standard being that he did not draw blood” (Wiesner-Hanks 2008, 284). Aunque en casos de violencia grave a los hombres también se les podían aplicar penas capitales, en la mayoría de los casos de violencia doméstica, difíciles de probar, recibían reprimendas ligeras recordándoles que debían comportarse mejor; rara vez recibían un castigo superior antes de una tercera o cuarta comparecencia ante la corte. No fue hasta los “primeros años del siglo XVIII [que] empezaba a reflejarse la responsabilidad de los maridos en la vida conyugal y la preocupación común por el maltrato y la violencia contra las mujeres” (Alabrús 2023, 167).
Las mujeres que optaban por la vía legal para liberarse de su opresión a menudo recibían insultos y sufrían el oprobio de su comunidad. Al igual que las prostitutas no encajan en el arquetipo de mujer honesta de la época, aquellas que hablaran en público caerían en una percepción colectiva similar de reputación sexual cuestionable. Por esto argumenta Helen Nader que las mujeres eran habitualmente víctimas de “the petty tyrannies of patriarchy”:
All Spanish women, lived in a patriarchal society with laws and institutions designed to exclude women from public life. Medieval lawmakers who believed that women should exercise no authority over the family had placed control and guardianship of children and property entirely in the hands of men. No university admitted female students, and the guild of primary school teachers taught reading, writing, and arithmetic to boys only. Custom and church law excluded women from political office, military careers, and religious administration. Clergy wrote treatises urging women to stay at home and pray (Nader 2004, 3).
Las mujeres se percibían como inferiores no solo natural y moralmente, sino también legalmente. Esta representación social se extiende a la familia, como ejemplifican muchos manuales de conducta que realzan la autoridad masculina y la obediencia femenina. Perfecto ejemplo es el popular La perfecta casada (1583) de Fray Luís de León, que consideraba la jerarquía familiar entre géneros una designación divina, ya que “Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: Hagámosle un ayudador, su semejante. De donde se entiende que el oficio natural de la mujer y el fin para que la creó, es para que sea ayudadora del marido y no su calamidad y desventura; ayudadora y no destruidora” (de León 1967, 269). Esta autoridad masculina, aceptada como realidad inmutable que ha mantenido a los hombres en lo más alto de la escala social desde tiempos clásicos, representa lo que el sociólogo Pierre de Bourdieu clasifica como realidad universal o doxa: elementos ideológicos dados por sentado que se interpretan como realidad irrefutable. Este autor defiende que “every established order tends to produce (to very different degrees and with very different means) the naturalization of its own arbitrariness […] the natural and social world appear as self-evident. This experience we shall call doxa” (Bourdieu 1995, 164). Estas formas de comprender y describir el mundo que nos rodea, una vez aceptadas por la mayoría de la sociedad, se conciben como realidades universales que se reproducen mediante la comunicación diaria. Valores culturales como la asunción de una inferioridad inherente al sexo femenino se adhieren al contexto social español, y se perpetúan de tal modo que su presencia en archivos históricos capta tal minimización del derecho femenino. Sirva de ejemplo el caso de Marina López de Mallea en 1517, cuyos bienes y haciendas propios, reconocidos legalmente como tales, pasaron inmediatamente a ser propiedad de Andrés García en el momento de su casamiento, además de la dote prometida como parte de la transacción. El proceso judicial describe esta transferencia no como adquisición o ganancia, sino como “conquista”[2].
Pese a tal subordinación, algunas mujeres lucharon por obtener cierto grado de independencia legal, estando permitida en el Ordenamiento de Toro de 1505 su comparecencia en juicios por materias de suficiente gravedad[3]. En 1568 Ana de Idiáquez solicitó protección contra su propia familia porque “la habían querido matar y maltratalla porque se quería casar con el dicho Manuel”[4]. Sus hermanos, temerosos de que “dello podrían suceder grandes daños” sobre los cuales no proporcionaron evidencia alguna en las comparecencias, procedieron a dirigirle ‘muchas palabras feas e injurias […] tirando piedras a las ventanas’ para obligarle a abandonar su ambición de casarse con Manuel de Sasoeta, pretendiente a quien ella había escogido”[5]. Incluso contrayendo matrimonio con hombres bien vistos por sus familias, las mujeres podían verse obligadas a buscar asistencia legal para solventar confinamientos inesperados e indeseables. En 1587 Graciana de Labayen entabló un pleito contra su nuevo marido porque “la ha tratado como esclava y no como mujer y compañera suya así en palabras como en obras” (f.4)[6]. Graciana exigió el respeto que merecía como esposa productiva y expuso cómo su marido ofendía su reputación y dignidad dejándola “muchas veces encerrada en la masandería de su casa y en otras partes indecentemente, y por menguar y hastiarle más, haciéndole pasar las noches fuera de su aposento […] porque no fuese oyda al tiempo que la maltratava” (f. 12)[7]. Estas denuncias de mujeres no eran inusuales, convirtiéndose en una plataforma para hacerse oír en su comunidad y requerir que las autoridades reconocieran su ascenso, aunque momentáneo, a una posición de discurso y autoridad pública. En 1641 Leonor de Beurco alegó que por ser “mujer legítima de Pedro de la Haya, ausente en la armada real del mar océano en servicio del rei nuestro señor, fuera deste señorío mediante el poder y lisensia que tengo del dicho mi marido” podía asumir total autoridad legal para representar su hacienda en toda materia pertinente hasta que Pedro completara su servicio al rey –independientemente de que sobreviviera o no[8].
Llegado el siglo XVIII, es más fácil para las mujeres expresar preferencias jurídicas y que se reconozcan sus derechos. Muchas detallan su autoridad sobre bienes y propiedades, sus preferencias en cuanto a procedimientos y decisiones conyugales, y especifican con documentos vinculantes qué disposiciones deben respetarse tras su muerte. En 1730 María Fernández confiaba lo suficiente en su derecho a representación legal como para firmar una carta al censo en la que declaraba sus posesiones, específicamente su vivienda, para garantizar que las autoridades reconocieran “que sea suia propia y la pueda vender […] renunciar y traspasar, hacer y disponer de ella y en ella a su voluntad como de las cosas suias adquiridas por lexítimos títulos”[9]. Tres décadas después, María Teresa Sarabia no tuvo obstáculos para certificar que se cumplieran las exigencias estipuladas en su testamento de 1766. Sin titubear, reconoció su menguante salud “hallándome como me hallo enferma y encamada, pero por la dibina misericordia en mi sano juicio, memoria y entendimiento”[10]. A pesar de su dolencia, ejerció su derecho a “estar prebenida de misericordias espirituales y temporales para quando su Dibina Magestad fuere serbido llebarme de esta presente vida […] en este testimonio de mi última voluntad ordeno, dispongo y mando” los diferentes procederes que debían respetarse en cuanto a sus bienes y sus restos tras su venidera defunción. Estas instancias ilustran que, pese a la perpetuada concepción social de una feminidad inherentemente inferior, “en la transición del siglo XVII al siglo XVIII ya no se deposita toda la responsabilidad del malogro en la mujer, sino que comienza a abrirse el espacio de la culpa” (Alabrús 2023, 159), permitiendo a las mujeres disfrutar de un creciente acceso a representación legal[11].
2. Cosificación de las mujeres y acoso sexual
Dadas sus implicaciones para el honor de hombres y mujeres, la sexualidad femenina se convierte en un tema fundamental en la Edad Moderna, reflejado no solo en las obras de autoras (María de Zayas, Feliciana Enríquez de Guzmán, Leonor de la Cueva y Silva, Mariana de Carvajal y Saavedra, o la portuguesa Ángela de Azevedo), sino también de autores (Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca entre otros). Estos escritores rechazan la noción de inferioridad femenina para reconocer, denunciar y desafiar doxa que perjudican a las mujeres, criticando la conducta de los hombres según lo que interpretan como una ruptura de expectativas cortesanas que amenaza la supervivencia femenina. Pocos ejemplos hay más claros que El burlador de Sevilla de Tirso de Molina (1630) en que Isabela y Tisbea, asaltadas sexualmente por Don Juan Tenorio, claman “¡Mal haya la mujer que en hombres fía!” (III.2204). La masculinidad cortesana antepone el privilegio masculino e ignora abusos contra las mujeres pese a estar basada en su protección, deficiencia que la literatura renacentista subraya para reivindicar el amparo de las mujeres: a Don Juan le castiga la justicia divina, no la social, arrastrándolo el fantasma de Don Gonzalo de Ulloa al infierno ante la demora del rey en defender a las jóvenes deshonradas. Tirso conceptualiza heroínas que representan los ideales culturales españoles mejor que los hombres y lamenta su severa limitación a la sumisión doméstica o el distanciamiento social internadas en un convento.
Durante la Edad Moderna existía una tensión entre la castidad esperada de las mujeres y su constante sometimiento al abuso sexual. Esta presión es cada vez más evidente dado que “the honor code undergirded this moral system, and it placed highly different demands on the behavior of men and women, with a special emphasis on female sexual purity, family loyalty, and the physical segregation of men and women” (Taylor 2008, 4). El acoso representaba una infracción moral contradictoria, pues se tachaba a las mujeres de irracionales y corrompibles, pero simultáneamente se les perseguía despiadadamente para corromperlas. Los hombres confiaban tanto en su habilidad para esquivar consecuencias legales de sus crímenes que no existe un tipo específico de víctima. Los casos judiciales disponibles en los archivos demuestran que peligraban mujeres de cualquier edad y estatus social, víctimas en potencia en cualquier momento y lugar. De ahí que Torremocha (2012, 2194) identifique en la literatura del siglo XVII una noción de que “el noble virtuoso ha desaparecido, o abunda más el que no lo es”. La gama de procesos legales contra asaltadores incluye desde víctimas tan jóvenes como la anónima en el “pleito criminal echo contra Diego De Retes e Consorte por aver forçado [ilegible] a una niña de nueve” hasta mujeres mucho mayores[12]. Más comunes eran casos como el proceso contra Santiago Prado y Felipe de la Rocha “sobre haber pretendido el primero a presencia del segundo, forzar a una mujer casada llamada María Felipa de Portugal, vizcaína en el Camino de Cavezon inmediato a esta ciudad.[13]. Este exceso de confianza en los hombres respecto a su impunidad era común en los siglos XVI y XVII, realidad plasmada no solo en ficción literaria y archivos históricos, sino también en tratados moralizantes.
Los moralistas del Siglo de Oro culpaban a las mujeres de todo mal, justificándose con referencias bíblicas, históricas (muchas apócrifas), filosóficas y mitológicas, escarnio conectado a que “tradicionalmente, el discurso ideológico del cristianismo referido a la mujer se caracterizó por su visión desconfiada y negativa del género femenino” (Hernández Bermejo 1987, 176). Aristóteles ya había detallado esta línea de pensamiento en el siglo IV a.C. al presentarla como complementariedad sexual natural entre macho y hembra, alegando que los hombres son superiores a las mujeres, así como la forma es más perfecta que la materia, y en Política justificaba su subyugación como orden natural. Más de un milenio después, múltiples moralistas perpetúan esta inferioridad femenina en la Edad Moderna. Fray Martín de Córdoba (1453), en Compendio de la fortuna, alude repetidamente a esta deficiencia frente a los hombres fuertes y resistentes, quienes se contienen frente a tentaciones mundanas que niños y mujeres no pueden resistir. Juan Luis Vives (1527, 470) condena la debilidad sexual femenina, lamentando: “¿Qué cosa más desenfrenada que una mujer? Si le sueltas un poco las riendas, allí no habrá más moderación ni mesura” y en Instrucción de la mujer christiana (1523) amonesta a sus lectoras: “¡Oh mujer, que no eres cristiana, sino sierva del demonio!” (Vives 1948, 64). Vives lista prohibiciones para las mujeres por su debilidad moral, pues “si una vez, por opinión de personas o por malas lenguas, caen, en la fama de la doncella alguna gota de aceite, no lleva medio de quitársela, ni hay agua que se la lave” (Vives 1948, 91). En cambio, se muestra tolerante ante inclinaciones lascivas masculinas, convencido de que ningún hombre se atrevería a robar a una mujer su virginidad: “teman, pues, los hombres (aunque ellos no pierdan nada al presente) quitarte lo que no te pueden tornar, y tú no habrás temor de echarte a perder para siempre” (Vives 1948, 41). Su fe ciega en los hombres le hace sospechar que toda mujer aterrada haya mancillado su honor en secreto, convencido de que “la mujer mala todo lo teme: piensa que la tierra la ha de sorber; cree que en la mar o en cualquier agua se ha de hundir y ahogar; tiene por cierto que el aire o el cielo la han de confundir con las tinieblas; dice que por su pecado nunca verá la luz y claridad; aborrece y no querría parecer; cualquier estruendo o ruido que sea las espanta durmiendo, velando, andando, si están quedas; de cualquier manera que se hallan dicen que no están seguras” (Vives 1948, 43).
Zayas niega categóricamente el fanatismo de Vives, quien es incapaz de concebir a los hombres como nada menos que ejemplos resplandecientes de cristiandad excelsa exculpados del sufrimiento femenino. Sus heroínas sufren aprisionamientos, violaciones, envenenamientos, torturas, estrangulamientos, puñaladas, y otros horrores con los que defiende que las mujeres no temen por ser malvadas o corruptas, sino por estar constantemente acechadas por hombres libidinosos. Curiosamente, Vives se contradice cuando aconseja a sus lectoras que “nuestra virgen […] debería estremecerse, temblar entre sí y llorar de todo ello, que no holgarse, pensando que la mayor joya de toda la recámara de su honra anda acosada y perseguida por tantas partes y de tantos enemigos a quien no sabe si se la podrá defender” (Vives 1948, 96). Este pasaje no deja lugar a duda sobre su reconocimiento de los peligros a los que las mujeres están expuestas a diario; sin embargo, insiste en tildarlas de corruptas por su miedo a perder esa castidad que simultánea e incongruentemente les adiestra en proteger a toda costa.
El debate entre el Magnífico Julián y Gaspar Pallavicino durante el tercer volumen de Il libro del Cortegiano (1528, traducido en 1534) de Baldassare Castiglione muestra un desprecio similar[14]. El diálogo establece que las mujeres son “animales imperfetísimos, y de poco o ningún valor en comparación de los hombres” (Castiglione 2007, 285-286), por lo que “todas las mujeres desean ser hombres” (Castiglione 2007, 320). Magnífico contrarresta estas críticas misóginas asegurando que “las cuitadas no desean ser hombres por ser más perfetas, sino por alcanzar alguna libertad y huir aquel señorío que los hombres malamente se han usurpado contra ellas”. Pese a indicios proto-feministas como este y admisiones de César Gonzaga sobre no saber “qué remedio tengan estas importunadas y combatidas mujeres para guardarse de tantas redes, cuantas nosotros les armamos” (Castiglione 2007, 372), es el desdén de Gaspar el que perdura en décadas posteriores. Así se observa en Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea (1539) de Antonio de Guevara, franciscano que continúa acusando a las mujeres de pecadoras, atribuyéndoles el creciente vicio en las cortes porque “engañan a las sobrinas, sobornan a las nueras, persuaden a las vecinas, importunan a las cuñadas, venden a las hijas” (Castiglione 2007, 36).
La asunción de las mujeres como fuente de todo mal, no solo en España sino en Europa, a menudo radicaba en el uso del maquillaje. Vives lo demonizaba alegando que “este encostrar de gesto y afeitarse no es cosa de Cristo, esto de Antecristo es […] cubrir lo que Él formó para mostrar lo que el diablo inventó” (Vives 1523, 55-57). Giovanni Della Casa se cuestionaba en Quaestio lepidissima: an uxor sit ducenda (1537) si merece la pena siquiera adquirir una esposa dados los peligros que conlleva, entre ellos el acicalamiento, que denigraba en Il Galateo (1558) como “blandenguería” que ofusca la apariencia física y ratifica una proclividad al “comportamiento de vil y sucia mujer” (Della Casa 2003, 213) –aunque nunca se quejó sobre cómo los hombres ocultaban habitualmente sus faltas mediante sprezzatura. Lucas Gracián (1968) perpetúa esta corriente misógina en Galateo español (1582) mediante una anécdota sobre un hombre a quien “cuando se casó le dieron una mujer blanca, rubia y bien dispuesta, y salióle no más de media mujer y sin ningún cabello, tanto que la noche de la boda vio que la mitad della era de corcho dorado y se la pusieron debajo de la cama; y la otra mitad de mujer que le quedó encima de la cama la halló a la mañana verdinegra, flaca, calva y descolorida” (Gracián 1968, 139). Considerando a las mujeres como antítesis de la moderación varonil, Gracián recomienda que “no se debe el hombre aderezar a manera de mujer, pues no ha de ser el ornamento uno y la persona otra” (Gracián 1968, 179). Sin embargo, defiende el subterfugio masculino mediante sprezzatura para ascender en la jerarquía social, reconociendo que con su libro “al más grosero tornas cortesano” (Gracián 1968, 103). El siglo XVI cierra con la demoledora reprobación de León contra “las mujeres, ¿Qué serán sino lo que hoy día son muchas de ellas? […] todas ellas son un melindre y un lixo y un asco. Y perdónenme porque les pongo este nombre […] o, por mejor decir, agradézcanme que tan blandamente las nombro” (Gracián 1968, 291). Con afirmaciones de este tipo, los moralistas del Renacimiento manifiestan una continuada devaluación de las mujeres omnipresente en sociedad[15]. Aunque no podemos ignorar que estos tratados morales configuran una visión que no necesariamente refleja la realidad, la insistencia constante en estos comentarios y reglas en la ficción literaria, los tratados de conducta, y los casos judiciales de la época apuntan a su impacto ubicuo en España.
Todas estas sospechas se reducen a que las mujeres se perciben como lo opuesto al hombre: “según las costumbres del sur de la Europa tradicional, todo hombre joven y viril es, efectivamente, disculpado de la responsabilidad de las consecuencias de su virilidad natural, calidad admirable en sí y esencial para la sociedad de la que forma parte” (Pitt-Rivers 1999, 241). Las mujeres, en cambio, no disfrutan del mismo grado de exculpación:
cases brought by women predominantly concerned their sexual morality, whereas cases brought by men were more likely to have involved issues of trustworthiness relating to economic matters. Slander litigation seems to confirm the impression of a double standard which founded women’s honour almost exclusively on chastity, making women more vulnerable to sexual slander and more concerned with their sexual reputations than men. By contrast, definitions of honesty for men appear to have been far more broadly conceived, and the impact of insinuations of sexual impropriety less grave (Shepard 2006, 153).
Visto semejante desprecio a las mujeres, los hombres se esforzaban por distanciarse de asociaciones con la feminidad que dañaran su reputación, separación profundamente arraigada que “employing a vocabulary of social, as well as sexual, difference the ideal body imagined by medical writers flattered their elite male readership” (Shepard 2006, 68). Hasta el siglo XVII, la virilidad española había corroborado su carencia de elementos feminizantes mediante demostraciones de fuerza en batalla, pero el nuevo entorno cortesano complicaba tales exhibiciones pues los centros urbanos, protegidos por paredes, no requerían tantas confrontaciones[16]. Por ello, la transición de un orden social feudal a uno capitalista se considera para los hombres “a period of crisis of social identity in the face of multiplicity” (Gamboa 2003, 191).
Numerosos casos históricos respaldan la cuestionable seguridad representada por personajes literarios femeninos del siglo de Oro en sus hogares ficticios. En 1582 Juana de Monreal emprendió acciones legales contra Tristán de Izura en un caso representativo de los cientos contenidos en archivos históricos y eclesiásticos. Las autoridades temían que hubiera sido víctima de estupro (violación o agresión sexual a una menor de entre 12 y 16 años) porque “el susodicho Tristán, la ha sacado de casa de fuerza” y desde entonces ella “ha estado y está en su casa” (f. 3)[17]. La misma sospecha motivó el caso de María de Leazcue en 1593: denunció a Juan Ramírez y Juan de Lumbier por robar a su hija Catalina de su hogar, atribuyendo el suceso parcialmente a que “no estaba en cassa [sic] su marido y pudieron tanto las importunaciones” (f. 4) al faltar una autoridad masculina que protegiera a la familia. Esta concepción del hogar como dominio que los hombres gobiernan igual que un rey gobierna su reino se desmorona frecuentemente en literatura, pues su supuesta seguridad se desvanece bajo la pluma de Cervantes, Lope, Zayas y otros. Sus heroínas están “exposed to danger from within the house itself, raped by family friends or killed by male relatives” en demostración de que “architecture is not as transparent as the house portrayed in the treatises” (Gamboa 2003, 195). Los hogares inestables, como el de Leazcue, contienen hombres desmesurados que reflejan la crisis a la que apunta Gamboa Tusquets: si las mujeres no reciben respeto en el microcosmos de sus hogares, ¿cómo podrían ser apreciadas en el macrocosmos que es España?
Bourdieu sugiere que la masculinidad cortesana se reduce a un ejercicio de apariencia ante otros hombres: “manliness, it can be seen, is an eminently relational notion, constructed in front of and for other men and against femininity, in a kind of fear of the female, firstly in oneself” (Bourdieu 2001, 53). El terror a lo femenino, “the terror that the young man will be unmasked as a fraud, as a man who has not completely and irrevocably separated from mother” (Kimmel 2009, 62), transforma la masculinidad en una fuente de ansiedad: dada la menor frecuencia de oportunidades combativas para demostrar virilidad tradicional como sucedía en el medievo, “men were anxious about their masculinity […] and eager to assert and demonstrate their masculinity in a variety of ways” (Wiesner-Hanks 2008, 292). La conquista sexual adquiere renovado protagonismo como característica masculina identificatoria, hasta el punto de que “early modern manhood was defined through male sexual performance” (Behrend-Martinez 2005, 1077). Este estilo de dominación sexual o libido dominandi, efectuado mediante penetración física, implicaba un grado irrefutable de “increase of honour, [that] remains indissociable, tacitly at least, from physical virility, in particular through the attestations of sexual potency –deflowering of the bride, abundant male offspring, etc.– which are expected of a ‘real’ man” (Bourdieu 2001, 12). La renovada atención a este método de conservación de autoridad masculina generó un contexto social dañino para las mujeres, empobreciendo aún más la ya deficiente seguridad en que vivían.
Como resultado, la moderación en los apetitos carnales adquirió gran relevancia durante la Contrarreforma. La iglesia adoptó un especial interés en regular el libertinaje sexual, sobre todo con quienes ocupaban puestos en la jerarquía eclesiástica, para garantizar un grado de autocontrol más acorde con valores cristianos. En la vigésimo cuarta sesión del concilio de Trento, la Doctrina sobre el Sacramento del Matrimonio estipuló actividades sexuales prohibidas –que décadas después Padilla (1639, 261) calificaría como “lodo de la lascivia”– en los cánones segundo, sexto, octavo, y décimo[18]. El segundo canon detalla que “si alguno dijere, que es lícito a los cristianos tener a un mismo tiempo muchas mujeres, y que esto no está prohibido por ninguna ley divina; sea excomulgado” (Concilio de Trento 1563, 114). El séptimo sanciona excesos sexuales, aclarando que “cae en fornicación el que se casare con otra dejada la primera por adúltera, o la que, dejando al adúltero, se casare con otro; sea excomulgado (Concilio de Trento 1563, 115). Se castiga severamente “que los solteros tengan concubinas; pero es mucho más grave […] que los casados vivan también en este estado de condenación, y se atrevan a mantenerlas y conservarlas algunas veces en su misma casa, y aun con sus propias mujeres” (Concilio de Trento 1563, 119). El conjunto de estipulaciones del concilio “establecía que todos los cristianos, hombres y mujeres, debían ejercitar las virtudes propuestas por la doctrina para poder dominar el cuerpo, guardar los sentidos, mortificar las pasiones” (Fiorentini 2011, 36), por lo que era necesario especificar comportamientos permisibles y prohibidos para guiar la vida diaria de los fieles. Estas normas, desarrolladas durante las múltiples cumbres del concilio celebradas entre 1545 y 1563, no tardaron en ser empleadas por las mujeres en defensa propia. A pesar de enmendarse las causas de las falsas promesas de matrimonio, “la promesa de una boda posterior, y otras razones sin duda, llevaron a mucho [sic] jóvenes a mantener unas relaciones penadas por la Iglesia, pero también por la sociedad” (Torremocha 2010, 655). Tan solo doce años después del concilio, María de Urruzano denunció en 1575 que “a pocos días que trataba casarse […] uno llamado Pascual de Usobiaga morador de la dicha villa en grande escándalo de la República vilipendió en la iglesia la misma noche que se dijo […] por fuerza con armas y compañía cometiendo crimen de rapto y violación […] tomaron a su poder a la dicha María y la tiene el dicho allí desprotegida”[19]. María consiguió autodefenderse invocando explícitamente “lo dicho y lo decretado por el sacro concilio de Trento”, beneficiándose directamente de la detallada normativa tridentina recién finalizada.
El conocimiento creciente de estas normas promovió nuevas conexiones entre el cristianismo y la capacidad física sexual. Se comprendía que “only penile erection, penetration, and emission in the vagina completed and perfected a marriage” (Behrend-Martinez 2005, 1077). Muchas iglesias registraron juicios matrimoniales que analizaban la intimidad conyugal para establecer si la virilidad del varón era satisfactoria. En estos pleitos “judges, lawyers, families and communities looked for definitive proof of manhood, and more and more they looked for this proof in physical medical examinations rather than simply masculine behavior […] It was an ordering of society not only by behavior, but also by anatomy” (Behrend-Martinez 2005, 1073). Por ejemplo, “dormir frecuentemente en un escaño, hacerlo con las cabras, o echarse y levantarse con los calzones y polainas puestas –a ojos de los criados y vecinos–, eran síntomas de que no se mantenían relaciones sexuales con la pareja” (Lorenzo y Pando 2020, 240). El Archivo Diocesano de Pamplona conserva muchos de estos casos en la sección de matrimonios: la petición de anulación de Graciana de Jaurrieta en 1621 a causa de la impotencia de Pedro de Avinzano (C/561, No. 22); la separación de María de Ciriza y Pedro de Salinas en 1643 (C/571, No. 4); la de Sebastiana de Ollo y Miguel Pérez en 1649 (C/587, No. 15), o la de Milia de Portu y Martín de Ansorena en 1651 (C/591, No. 8), siendo estos tan solo una fracción de las fuentes disponibles. Ocasionalmente, estos pleitos daban giros inesperados: al acusar Isabela de Calatayud a su marido Francisco de Echeberría por impotencia en 1647, él contraatacó declarando que Isabela era “la mujer más varonil de toda Guipúzcoa”, pretexto que le sirvió para justificar su incapacidad de mantener relaciones sexuales con ella y hacerla responsable de la infracción[20]. Otros acusados culpaban a sus esposas alegando “escrúpulos morales y […] dudas sobre la validez de su matrimonio porque debido a las malformaciones genéticas de la mujer” no conseguían “verter dentro del baso correspondiente, consumar y verter en el modo debido” (Lorenzo y Pando 2020, 235).
Someterse a este tipo de inspección era dañino porque “even if a judge confirmed the defendant’s sexual ability, the person was publicly emasculated” (Behrend-Martinez 2005, 1076). Quedar marcado como impotente implicaba no solo mortificación sino una afrenta al honor: ya que la reputación de los hombres dependía de la opinión pública, ser humillado abiertamente era causa de que la comunidad “singled out, ostracized and gave demeaning nicknames to men who did not live up to the shared standards of masculinity” (Behrend-Martínez 2005, 1074). Estas imputaciones manifiestan la profunda conexión entre la virilidad de un hombre y su libido dominandi como baremos de su capacidad como defensor familiar. Mediante este vínculo, el cristianismo, junto con la familia y el estado, contribuyó a la perpetuación de la dominación masculina, no porque condonara la violencia doméstica, sino por su utilidad para proteger la estructura familiar tradicional:
The family undoubtedly played the most important part in the reproduction of masculine domination and the masculine vision; it is here that early experience of the sexual division of labour and the legitimate representation of that division, guaranteed by law and inscribed in language, imposes itself. As for the church, pervaded by the deep-seated anti-feminism of a clergy that was quick to condemn all female offences against decency […] it explicitly inculcates (or used to inculcate) a familialist morality, entirely dominated by patriarchal values, with, in particular, the dogma of the radical inferiority of women (Bourdieu 2001, 85).
La victimización femenina de la época está bien documentada: buscar ‘mujer’ en el Archivo del Territorio Histórico de Álava ofrece 23.759 resultados en la categoría ‘matrimonios’ entre 1500 y 1800, mientras ‘marido’ proporciona 441, y ‘hombre’ tan solo 22. La iglesia pone tanto énfasis en reglamentar la conducta de las mujeres que los casos en que eran victimizadas sexualmente describen su abuso con excepcional detalle. Los hombres ejecutan estas agresiones con variadas estratagemas para encubrir sus intenciones lascivas, siendo la falsa promesa de matrimonio un método popular para engañar a damas inocentes (Dyer 2003). Tras el concilio de Trento las mujeres adquirieron un arma para combatir tal fraude: en 1580 Mayora de Zubiaur exigió daños y perjuicios a San Juan de Alzola por haberle dado “banas y falsas palabras de matrimonio y dándome su fe y palabra de que se casava conmigo […] hizo estrupo y me quitó la limpieza y virginidad y tuvo aceso de carnalidad”[21]. Dados su estupro y la normativa tridentina, Mayora tenía derecho legal a reclamar compensación porque “según mi edad yo con hidalgo me casaría principalmente antes que me hubiera estrupado y quitado mi birginidad y limpiesa, por lo que y por lo susodicho está obligado y me es deudor a me dar y pagar tres mil”. Cuando las mentiras no conseguían el efecto deseado, los hombres acosaban a las mujeres hasta que, exhaustas, acababan dándose por vencidas: en 1582 María Sáez de Jauregui lamentaba que “una noche del dicho tiempo por fuerza y contra mi voluntad en una casa de la cofradía” tuvo que dejar que Martín de Oar se sobrepasase con ella “teniendo acceso de carnalidad conmigo” como única forma para deshacerse de su incansable acosador[22].
Tres consecuencias del abuso sexual predominan en los casos judiciales y se enfatizan también en la literatura. La primera es la desintegración de cualquier opción para las mujeres de ascender en la escala social, como evidenció María Ibáñez de Goiti en 1611. Miguel de Lezama violó a su hija, arrebatándole “su linpieza y virginidad” así como su estatus social, pues era hasta entonces “donzella virgen, onesta y recogida”[23]. Como consecuencia, sus futuras expectativas socioeconómicas se extinguieron, y María exigió que Miguel le compensase monetariamente, pues ya que había “perdido su honor […] no podría casarse tan bien como antes pudiera estando en su honor y buena reputación”. La segunda consecuencia es la cosificación del cuerpo femenino como capital transaccional. Desde una perspectiva legal, la actividad sexual representaba un capital social y económico: los hombres podían usar a las mujeres como mercancía carnal, anulando sistemáticamente su independencia. Así lo muestra el caso de María Miguel de Amorrosta en 1633, descrita como “persona de partes principales e hija dalgo, notoria biscayna, originaria de las demás partes y calidades”. María alquiló “un aposento de cuarto y cocina” (f. 4) a Juan de Isunza y aunque reconoció que “no tenía tanto dinero cuanto se requería, él decía que no ynportaba”[24]. Tras cenar juntos, Juan intentó obligarla a mantener relaciones sexuales como forma de pago. Cuando María se negó, Juan “se encolerizó y la respondió que no se había de esca* (rasgado, probablemente ‘escapar’)” (f. 5) y procedió a violarla, “le había estrupado y quitado su honradez, y le había dejado burlada” (f. 8). La tercera consecuencia es el creciente embrutecimiento de hombres cuyos deseos se incumplían, como fue el caso de Marina de Arandia en 1639 cuando Antonio de Larrina Uribarri “la cogió sola y amenazándola que la había de matar, por fuerza contra su voluntad, ha estrupado y quitado su limpieza”[25]. En estos casos, la victimización sexual no era simplemente una agresión intrascendente que las mujeres soportaban a cambio de aceptación social: como sugieren los autores áureos en su literatura, era un asunto de vida o muerte.
3. Integridad corporal y efectividad judicial ante agresiones de género
Dada la omnipresencia del acecho a las mujeres en casos legales históricos, no sorprende que la “violencia extrema sobre el cuerpo femenino” (García Santo-Tomás 2020, 292) caracterice escenas gráficas en las que se “intenta lavar con sangre los ataques reales y literarios contra la mujer” (Rice de Molina 2009, 120) en obras de autoras proto-feministas como Zayas. La brutalidad en la ficción literaria incrementa el admiratio por excesos de autoridad y lascivia, demostrando una subyugación femenina que “sea psicológica, sea física, es el primer ingrediente de estas novelas cortas pero cabe precisar que es la violencia de los hombres la que está puesta de manifiesto, siendo las mujeres las principales víctimas de dicha violencia” (Micouleau y Raynié 2019, 366). La vehemencia de los varones atacantes ejemplifica el peligro de internalizar doxa que perpetúan desigualdades de género y enaltecen tendencias abusivas: “the old-fashioned virtues of honor and valor were now replaced by brute strength, wealth, and lack of scruples” (Paun de García 2003, 259). Los relatos de Zayas acusan a los hombres de ignorar su obligación sociocultural de proteger a las mujeres mientras cometen crímenes conscientemente: su violencia y falta de autocontrol evidencian una tensión entre la masculinidad hegemónica cortesana y la bélico-monástica medieval que le precedía. Dada esta crisis existencial que exacerba la violencia corporal y sexual como identificador masculino, “women had every reason to be concerned about being followed, watched, and set upon, particularly when alone and in isolated places” (Barahona 2003, 12).
Infinidad de casos legales en los archivos históricos corroboran las agresiones que experimentaban las mujeres, obligadas a adoptar un estilo de vida desconfiado, vigilante y temeroso. Algunas disputas mencionan heridas leves: en 1552 Miguel de Lecaroz “le dio dos bofetones en la cara y la maltrató” a Miguela de Echarri, quien, pese a no tener secuelas físicas graves, le denunció porque “siendo como es muger casada y de buena vida y fama y conversación ha quedado y queda injuriada y afrontada por el susodicho individuo”[26]. Más sufrió María Ortiz e Ibarrola sin motivo en 1638, inculpando a Martín de Maquivar porque “me dio diez golpes en mi cuerpo, brazos, cabeza y espalda y me tiró en el suelo y me dixo muchas palabras feas”[27]. A diferencia de estos dos casos, la mayoría detallan lesiones graves con repercusiones a largo plazo para la salud de la víctima, como la tortura a la que Francisco de Mendoza sometió a su esposa María de Ursuarán en 1593:
tomó la espada y la desenvaynó, con propósito e intención de matarla y anduvo alrededor de la cama en seguimiento de ella […] en un aposento y cerradas las puertas la ató los pies y las manos para atrás por las muñecas y por los pulgares y por los dedos del corazón la amarró a un pilar de una cama y después la hizo sacar la lengua y le puso en ella una tenaza y se la ató con una cuerda y la tuvo así mucho tiempo hasta que vino casi a morir desmayada, fuera de sus sentidos (Archivo Diocesano de Pamplona, Matrimonios, C/91, No. 27)
El legajo detalla exhaustivamente esta y otras agresiones a lo largo de 275 folios, longitud frecuente en denuncias de mujeres asaltadas severamente: se incluyen declaraciones de la víctima, referencias notariales, reconstrucciones de los hechos, y testimonios de familiares, amigos, y vecinos testigos. En 1626, Pedro López arremetió contra su mujer María de Lerín “diciéndole que era una bellaca puta ladrona” sin causa aparente, agrediéndola “en la cabeza, le ha quebrado el brazo izquierdo por dos partes y del derecho le ha hecho sangrar, y en verdad la ha molido […] con un palo o horquilla que tenía en las manos, le comenzó a dar golpes” (f. 2)[28]. María quedó tan demacrada que hubo que hospitalizarla, donde “la relación del Cirujano” lamentaba “que está con peligro de la vida, porque tiene todo el cuerpo desde cabello a los muslos contusos de los palos que le dio y el brazo teniendo quebrado por dos partes” (f. 3). En 1652 Pedro Garcés y Blasco maltrató a su esposa Catalina de Uscarrés y Oiza “de obra como de palabra, poniendo manos en ella de tal suerte que una noche sin occassión ninguna le dio muchos golpes, con un palo derribándola en tierra y haciéndole otros castigos rigurosos y malos tratos en su persona con ánimo deliberado de quererla matar”[29]. En 1660, María López de Zumaza huyó de su marido Juan de Maceras para poder sobrevivir, denunciando que tras casarse “la ha tratado y trata mal de obra y de palabra ofensiva poniendo manos en ella”, y en su último ataque le dio “muchos palos en su cuerpo en tal manera que la a puesto tullida como actualmente está sin que se pueda tener en pies”[30].
Mientras víctimas como las mencionadas requerían amparo legal, muchos maridos planeaban estrategias para permanecer impunes a sus crímenes: en 1613 Juan de Badostain a su mujer Catalina de Sarasa “sin causa alguna le da mala vida maltratándola de ordinario y últimamente a cosa de las doce y media le ha dado un golpe con un palo gruesso [ilegible] y con él le ha derribado en tierra sin sentido y le ha hecho una herida muy peligrossa y penetrante y corre peligro de su vida” (f. 1)[31]. La efusión de sangre a causa del ataque, motivado “solo por averle dicho que trabaje y gane de comer” (f. 2), representa una infracción del límite legal en la época. Juan alegó que su esposa se comportaba “perdiéndole el respeto que le devía como su marido y porque sin darle de comer quiso salir de casa” (f. 2) y se escudó argumentando que “tampoco el maltrato de palo que le dio fue de mucha consideración porque al día siguiente anduvo levantada de la cama sirviendo a los huéspedes del mesón que tienen” (f. 6). Pese a quebrantar la ley haciendo sangrar a su mujer, sus pretextos convencieron a un juez predispuesto a fallar a favor de la autoridad del marido, y Catalina nunca recibió protección.
Consiguieran justicia o no, las mujeres que denunciaron su maltrato físico en público sobrevivieron principalmente gracias a la presencia fortuita de transeúntes que las ayudaron. En 1558 Juana de Lerruz no habría sobrevivido el asalto de García de Orcoyen, quien llamándole “puta bellaca y otras muchas y feas palabras, le dio con garrote a garrotazos muchos golpes hasta echarla en tierra media muerta, de que tuvo efusión de sangre y si no fuera por algunos que por fuerza venieron y entraron en medio la hubiera acabado de matar”[32]. En 1594 Isabel Frances tampoco habría sobrevivido a Miguel Carcar, quien la amenazó sin causa “con mucha cólera [y] la trató de borracha puta, votando a dios tres veces que la había de empocar”; la persiguió “con fin de matarla” y le asentó “muchísimos golpes y puñadas en la cabeza y en su persona, como de hecho la hubiera muerto [ilegible] si no fuera por jentes que [ilegible] acudían”[33]. En 1598 Catalina de Lezáun quedó “descalabrada y muy mal erida” tras el intento de asesinato de su marido Joan de Eguiarreta, el cual sobrevivió solo “por gentes que se lo atravesaron”[34]. En 1634 Diego de Gamarra Urquizu amenazó a Catalina de Jauregui “con una espada desembainada en sus manos botando avisos que le abia de matar” y sobrevivió solo porque “algunas personas que les oyeron les estorbaron”[35]. Estas denuncias, pequeña muestra de los cientos de casos disponibles en archivos históricos, corroboran que pese a enfrentarse a un constante acecho masculino, muchas mujeres empleaban cualquier mecanismo legal que les fuera concedido para sobrevivir su opresión.
Conclusión
Este estudio se ha enfocado en casos judiciales históricos así como en representaciones literarias de la condición social de las mujeres en la Edad Moderna, lo cual nos permite, como explica Milagros León (2022, 434), “vislumbrar un discurso identitario de las mujeres en el Antiguo Régimen, más allá del entorno doméstico, construido a partir de sus declaraciones en los pleitos discernidos ante la justicia real, eclesiástica e inquisitorial”. Las conexiones establecidas entre juicios de violencia de género y literatura demuestran que en la Edad Moderna las mujeres podían ser abusadas independientemente del momento o lugar. Existía una tensión entre la castidad esperada de ellas y su constante lucha contra el asalto sexual por parte de hombres que las perseguían sin descanso. Los textos citados manifiestan que las víctimas debían enfrentarse a una hegemonía cultural reacia a reformular códigos sociales que las protegieran. Dadas las estipulaciones del concilio tridentino, así como la obligación legal de no derramar sangre, las mujeres comenzaron a emplear su abuso como herramienta judicial para probar que se había quebrantado la ley y transformar su victimización en una condena para el agresor; astuta maniobra legal que se refleja en el maltrato femenino representado en la literatura de la época. Aunque la insistencia de víctimas y autores áureos de abandonar doxa tradicionales de desigualdad de género no generara un cambio sociopolítico inmediato, las cortes de la Edad Moderna comenzaban a ser testigos de los desafíos y consecuencias inherentes a la confrontación entre las mujeres y la opresión patriarcal. La España renacentista y barroca parecía diseñada para permitir el exceso masculino y menoscabar el bienestar femenino, llevando a las mujeres a rebelarse contra semejante disparidad de derechos humanos, a menudo con éxito. Gracias a conexiones familiares y un sagaz manejo de la vía judicial, estas mujeres reclamaron una aplicación más equitativa de sus derechos, mejorando su posición en sociedad y asegurando su supervivencia.
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[1] Existen numerosos otros estudios históricos enfocados en la violencia con que los hombres sometían a sus esposas; destacan entre ellos las aportaciones de Candau (2012), Córdoba (2006), de la Pascua (2012), Fargas (2011), así como Macías (2015).
[2] Archivo del Territorio Histórico de Álava, Vitoria.
[3] Como muestra el ejemplar preservado en la Archivo de la Real Chancillería de Valladolid, la ley 57, por ejemplo, estipula que “El juez con conoscimiento de causa legítima o necesaria compela al marido que de licencia a su mujer para todo aquello que ella no podría hazer sin licencia de su marido, e si compelido no ge la diere, quel juez solo se la puede dar” (f. 8).
[4] Archivo Diocesano de Pamplona, Pamplona. Matrimonios, C/9, No. 5.
[5] Torremocha elabora sobre estos casos familiares, detallando “otro tipo de violencia aceptada y regulada como era ‘sacar a la novia’ de la opresión que vivía bajo la tutela y el hogar de sus padres o tutores para ponerla en otra vivienda o convento, bajo la protección de alguna persona honrada o comunidad religiosa. Esta fórmula era aceptada por la Iglesia puesto que con ella aseguraba que el matrimonio respondía a la libre voluntad de los contrayentes” (Torremocha 2010, 659).
[6] Archivo Diocesano de Pamplona, Matrimonios, C/32, No. 12.
[7] Una masandería es una pequeña habitación dentro del hogar donde se amasa el pan.
[8] Archivo Histórico Eclesiástico de Bizkaia, Derio.
[9] Archivo Histórico Diocesano de Vitoria, Vitoria.
[10] Archivo Histórico Eclesiástico de Bizkaia, Derio.
[11] Autores como Juan Pisón y Vargas comienzan, entrado ya el siglo XVIII, a reconocer que no es razonable imputar a la mujer toda denigración social: “De todas las ruinas de la mujer tiene la culpa el hombre, el maltrato del uno, es causa del rendimiento al otro, siendo el motivo el bajo concepto y poca valoración que los hombres tienen hecho del otro sexo” (Pisón y Vargas 1730, 16-17).
[12] Archivo del Territorio Histórico de Álava, Vitoria, f. 3.
[13] Archivo del Territorio Histórico de Álava, Vitoria.
[14] El manuscrito en italiano ya circulaba entre la nobleza española antes de publicarse su traducción, tanto que muy pronto fue necesaria una segunda edición dado el alto interés por el ideal de cortesanía que en él se describía. La omnipresencia de este manual fue tal que “such a reading knowledge was not uncommon among European nobles, at least those whose first language was French, German, Spanish, Czech, Polish or Hungarian” (Burke 1996, 57).
[15] Para un seguimiento histórico de la evolución de estos manuales, ver Granja (2018).
[16] Diversos estudios han explorado este cambio de masculinidad en relación a la urbanización. Ver Simerka (2002) y Rhodes (2011), entre otros.
[17] Archivo Real y General de Navarra, Pamplona. Referencia F146/199239.
[18] Yendo aún más allá al enfrentarse a crónicas nobiliarias y otros textos “en los que se describe a los nobles llenos de virtudes, y donde se establecen modelos biográficos que se van a repetir en toda la historiografía posterior, Luisa de Padilla irrumpe con estimaciones poco favorecedoras que emborronan el idílico paisaje pintado por esa literatura estamental” (Torremocha 2012, 2194).
[19] Archivo Diocesano de Pamplona, Matrimonios, C/16, No. 7.
[20] Archivo Diocesano de Pamplona, Matrimonios, C/780, No. 11.
[21] Archivo Histórico de la Diputación Foral de Bizkaia, Bilbao.
[22] Archivo Histórico de la Diputación Foral de Bizkaia, Bilbao.
[23] Archivo Histórico de la Diputación Foral de Bizkaia, Bilbao, f. 1.
[24] Archivo Histórico de la Diputación Foral de Bizkaia, Bilbao.
[25] Archivo Histórico de la Diputación Foral de Bizkaia, Bilbao, f. 5.
[26] Archivo Real y General de Navarra, Pamplona, Referencia F146/197650, f. 1.
[27] Archivo Histórico de la Diputación Foral de Bizkaia, Bilbao, f. 2.
[28] Archivo Real y General de Navarra, Pamplona, Referencia F146/310646.
[29] Archivo Diocesano de Pamplona, Matrimonios, C/598, No. 22, f. 1.
[30] Archivo Histórico de la Diputación Foral de Bizkaia, Bilbao.
[31] Archivo Real y General de Navarra, Pamplona, Referencia F017/057780.
[32] Archivo Real y General de Navarra, Pamplona, Referencia F146/281004, f. 1.
[33] Archivo Real y General de Navarra, Pamplona, Referencia F146/199680, f. 1.
[34] Archivo Diocesano de Pamplona, Matrimonios, C/101, No. 8.
[35] Archivo Histórico de la Diputación Foral de Bizkaia, Bilbao, f. 63.
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