Deusto Journal of Human Rights

Revista Deusto de Derechos Humanos

ISSN: 2530-4275 • ISSN-e: 2603-6002

DOI: https://doi.org/10.18543/djhr

No. 10/2022

DOI: https://doi.org/10.18543/djhr102022

El «estallido social» colombiano: reflexiones sobre protesta y derechos humanos en democracias débiles

The «social explosion» in Colombia: some reflections on protest and human rights in weak democracies

Rodrigo Uprimny[1]

Universidad Nacional y Centro de Estudios «Dejusticia»

DOI: https://doi.org/10.18543/djhr.2625

Fecha de recepción: 29.07.2022
Fecha de aceptación: 07.12.2022
Fecha de publicación en línea: diciembre de 2022

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Cómo citar/Citation: Uprimny, Rodrigo. 2022. «El estallido social colombiano: Reflexiones sobre protesta y derechos humanos en democracias débiles». Deusto Journal of Human Rights, No. 10: 133-159. doi: https://doi.org/10.18543/djhr.2625.

Sumario: Introducción. 1. Los hechos y el contexto: el desarrollo del estallido social colombiano. 2. Algunos de los debates jurídicos de derechos humanos sobre el estallido social. 2.1. Bloqueos y protesta: evitar las posiciones extremas. 2.2. Necesidad de una respuesta estatal proporcionada incluso frente a bloqueos desproporcionados. 2.3. Otras discusiones sobre el uso de la fuerza por las autoridades. 2.4. Escalar los derechos humanos para desescalar las violencias. 3. A título de conclusión: encuentros y desencuentros entre la democracia callejera y las instituciones constitucionales. Bibliografía

Resumen: El artículo es una reflexión acerca de algunos problemas de derechos humanos relevantes que suscitan protestas masivas en democracias débiles, como las ocurridas en Colombia en el llamado «estallido social» de 2021. Para ello el texto presenta sistemáticamente los rasgos esenciales de esas protestas en Colombia, para luego discutir los problemas de derechos humanos más relevantes suscitados por esas protestas. En especial el artículo examina si los bloqueos o cortes de rutas son parte legítima del derecho a la protesta y las respuestas apropiadas de un Estado democrático a posibles violencias en las protestas. El texto reflexiona, finalmente, sobre el desafío que tienen las democracias frente a estas protestas masivas, que es lograr una retroalimentación positiva y un encuentro entre las instituciones constitucionales y esa forma de «democracia callejera» que son este tipo de protestas.

Palabras clave: Colombia, protesta, estallido social, bloqueos, democracia callejera, derechos humanos.

Abstract: The article is a reflection on some relevant human right problems raised by massive protests in weak democracies, such as those occurred in the so called social explosion in Colombia in 2021. With that purpose, the article presents the essential features of those protests in Colombia and then discusses the most relevant human rights problems raised by these protests. In particular, the article analyses if the blockades of streets are a legitimate element of the right to protest and what are the appropriate responses by a democratic State to the violence occurred during a protest. Finally, the article discusses the challenge of democracies facing massive protests, which is to find a positive feedback between constitutional institutions and this sort of «street democracy» represented by this kind of protests.

Keywords: Colombia, protests, social explosion, blockades, street democracy, human rights.

Introducción

Colombia vivió, entre finales de abril y finales de junio de 2021, unas protestas de una magnitud como no había tenido en décadas. Este verdadero «estallido social», como fue calificado por la prensa y por muchos analistas[2], no fue sin embargo un fenómeno aislado, sino que fue la continuación de una movilización ciudadana creciente, que el país estaba experimentando desde hacía algunos años (Castillo 2021, Pécaut 2021, Hoyos 2022) y que era novedosa, ya que las protestas han sido de menor intensidad en Colombia que en la mayor parte de los otros países latinoamericanos (Uprimny 2001).

Estas protestas, que duraron varias semanas, fueron en general pacíficas, pero hubo también actos graves de violencia por los manifestantes quienes, además, recurrieron en ciertos casos a bloqueos o cortes de vías prolongados, con impactos fuertes sobre la economía y sobre la población, en especial en ciertas ciudades, como Cali. La respuesta del gobierno nacional combinó algunas concesiones a los reclamos, negociaciones poco fructíferas con algunos líderes del paro nacional y, sobre todo, una represión desbordada, que ocasionó centenares de víctimas, entre las cuales decenas de muertes y un número no determinado de desaparecidos (ACNUDH 2021). Por todo lo anterior, el estallido social ha generado en Colombia discusiones académicas y políticas muy intensas, con una bibliografía creciente. Estos debates son obviamente esenciales para nosotros los colombianos, pero pueden tener igualmente relevancia para estudios comparados, en otros países que han enfrentado o podrían enfrentar estallidos sociales semejantes.

Este artículo, escrito un poco en caliente pues a poco más de un año de las protestas, aborda entonces algunos de los debates más importantes sobre la relación entre protesta, derechos humanos y democracia, en especial aquellos que pueden ser relevantes para países con democracias y Estados de derecho débiles, como Colombia[3]. Con ese propósito, el artículo comienza por presentar los principales elementos empíricos para situar el estallido social colombiano, para luego abordar aquellas discusiones de derechos humanos que fueron más intensas en estas protestas y que mayor interés pueden para otros países, por lo cual me concentraré especialmente en el debate sobre la legitimidad o no de los bloqueos o cortes de rutas[4] como componente del derecho a la protesta[5]. El artículo termina indicando algunas posibles enseñanzas del estallido social colombiano, tanto para los colombianos como para los estudios comparados.

1. Los hechos y el contexto: el desarrollo del estallido social colombiano[6]

Las protestas comenzaron el 28 de abril a partir de un «paro nacional» convocado por el llamado «comité del paro», integrado esencialmente por líderes tradicionales del sindicalismo y representantes de algunos otros sectores sociales organizados. El propósito inicial era oponerse a una reforma tributaria que el gobierno Duque quería aprobar en medio de la pandemia. Las protestas también eran convocadas para defender otras reivindicaciones laborales y sociales muy diversas, sintetizadas en un pliego presentado al gobierno por el Comité del Paro (ACNUDH 2021, par. 24).

A pesar de que Colombia estaba en uno de los momentos más duros de la pandemia, con altos contagios y muertes, el llamado al paro nacional del 28 de abril, que ha sido conocido como el 28A, fue exitoso. Las manifestaciones fueron masivas: las calles y plazas de las principales ciudades se llenaron. Aunque las protestas en esa jornada, y en casi todas las que siguieron, fueron esencialmente pacíficas, la represión policial fue brutal, casi desde el inicio (ACNUDH 2021, par. 34).

La represión no desanimó las manifestaciones sino que las intensificó por la indignación que provocó. Las protestas continuaron en los días siguientes y se extendieron a casi todo el país. A pesar de que rápidamente, el 2 y 3 de mayo, el gobierno archivó la reforma tributaria y el Ministro de Hacienda que la había propuesto renunció, todo lo cual representaba un gran triunfo de las movilizaciones, las protestas continuaron muy fuertes. El gobierno hizo otras dos concesiones en las semanas siguientes: archivó el proyecto de reforma a la salud, que también había creado mucha oposición, y ofreció matricula gratis en la universidad pública para los jóvenes de hogares más pobres. Estas nuevas concesiones tampoco redujeron las protestas, que continuaron intensas. Esto evidenció que el malestar que expresaban las protestas era más profundo y no se limitaba a la oposición a una o dos reformas. Eran entonces protestas dinamizadas por múltiples reclamos y factores como los siguientes: los asesinatos de líderes sociales y guerrilleros desmovilizados, la violencia contra indígenas, afros y campesinos; la desigualdad y la pobreza, que eran agudas antes de la pandemia pero se intensificaron en ella; por el sentimiento de no futuro de los jóvenes, o por la corrupción y la desconfianza hacia las instituciones (Céspedes y Acevedo 2021, 7-8). A pesar de esa diversidad, la protesta tuvo un elemento común: fue una movilización masiva contra el gobierno Duque.

La situación se agudizó rápidamente pues algunos manifestantes empezaron a recurrir a bloqueos o cortes de vías en varias ciudades, para hacer oír más fuerte su voz y evitar la represión policial en barrios populares. Esto fue particularmente intenso en el suroccidente del país y especialmente en Cali, la tercera ciudad más grande de Colombia, la cual quedó prácticamente paralizada durante varios días y empezó a enfrentar problemas de desabastecimiento de alimentos y combustible (ICG 2021, 12).

El gobierno también inició el 10 de mayo diálogos, con la mediación de ACNUDH y la Iglesia Católica, con el Comité del Paro y, a pesar de que hubo inicialmente algunos avances, incluso se logró un «preacuerdo» el 24 de mayo sobre garantías para la protesta, finalmente las conversaciones fracasaron y se suspendieron el 6 de junio (ACNUDH 2021, pars. 40 a 50). En todo caso, el impacto de un acuerdo entre el gobierno y el comité del Paro habría tenido efectos limitados. Aunque este comité mantenía cierta representatividad y su convocatoria al paro nacional había desencadenado el estallido social, era cada vez más evidente que la dinámica de las protestas lo había desbordado. Los integrantes del Comité del Paro eran esencialmente líderes sindicales nacionales, muchos de ellos viejos y curtidos luchadores sociales, pero después de algunos días fue claro que la protesta se había autonomizado y había generado dinámicas espontáneas, con otros actores y lógicas regionales muy diversas y con la participación protagónica de indígenas y jóvenes (Céspedes y Acevedo 2021, 7-8).

El estallido social no fue totalmente espontáneo pues surgió de la convocatoria por el Comité del paro. Sin embargo, muy rápidamente las protestas adquirieron dinámicas propias, con variaciones regionales significativas, sin ningún liderazgo nacional claro, ni ningún actor organizado que representara globalmente a los manifestantes. Esto puede ser positivo pues muestra un carácter genuinamente democrático de las protestas, pero fue también negativo ya que no era claro quién debía asumir eventuales negociaciones con el gobierno para satisfacer las demandas múltiples y reducir las violencias. Esto alimentó, además, en sectores de derecha, como el expresidente Uribe y el gobierno Duque, una lectura complotista del paro, como una especie de insurrección orquestada por organizaciones criminales o por actores externos, como Venezuela, que buscaba esencialmente crear caos (González 2022, 211 y ss).

En esta nueva dinámica, además, los jóvenes, que no se sentían muy representados por el Comité del Paro, fueron tomando un protagonismo creciente. No era sin embargo una protesta puramente estudiantil pues en las protestas no participaban solo estudiantes sino también jóvenes desempleados de los sectores populares. Algunos medios y académicos empezaron entonces a hablar de que el estallido social estaba dinamizado por los «ni-ni» (los jóvenes que ni estudian ni trabajan) popularizando en Colombia la expresión usada en otros países para referirse al protagonismo de ese grupo social en las olas de protestas en muchos países en años recientes (Niño 2022; Céspedes y Acevedo 2021, 22; Medina, 2021). Conviene recordar que según el Departamento Nacional de Estadística (DANE), el 27% de los jóvenes en Colombia ni estudia ni trabaja (Connectas 2021).

Estos jóvenes empezaron entonces a desarrollar protestas, con gran autonomía frente al Comité del Paro, creando «primeras líneas» semejantes a las desarrolladas en el estallido social chileno, para enfrentar la represión policial. Igualmente recurrieron a bloqueos de vías, algunos de los cuales se prolongaron por varios días, incluso semanas, sobre todo en barrios populares pero también en vías importantes de grandes ciudades. Estos «bloqueos simultáneos y sostenidos» en varios sitios de las ciudades, especialmente en Cali (Hernández Lara 2021, 138), que empezaron a ser conocidos como «puntos resistencia», eran repertorios de acción y protesta nuevos en este tipo de movilizaciones, semejantes a una barricada: en un punto estratégico de la malla urbana, especialmente en los sectores populares, los jóvenes, con el uso de piedras, troncos o alambrados, bloqueaban la movilidad de las personas y los vehículos, alterando profundamente la normalidad cotidiana (Castillo 2021, 106). Estos puntos de resistencia, cuyo lugar emblemático fue el llamado «Puerto Resistencia» en Cali, experimentaron desarrollos diferenciados en diversos lugares. En algunos sitios se volvieron espacios en que se desarrollaron formas creativas de autogestión económica y expresión cultural, pero en otros lugares esos espacios empezaron a ser fuertemente influidos por organizaciones criminales (Hernández Lara 2021).

Los bloqueos también generaron tensiones entre los manifestantes y la opinión pública. En general la opinión pública apoyó masivamente las protestas pero rechazó los bloqueos, especialmente los prolongados. En pleno estallido social, en mayo 2021, según un sondeo de Invamer Gallup, un 89% de los encuestados estaba de acuerdo con las protestas pero un 60% rechazaba los bloqueos. Aunque el apoyo al paro se mantuvo, el rechazo a los cortes de vías aumentó con el paso del tiempo, junto con el apoyo a la posibilidad de que los bloqueos fueran levantados a la fuerza, usando el «ESMAD», que es el escuadrón antimotines de la Policía. A finales de junio de 2021, el rechazo a los bloqueos llegaba al 71% y más de la mitad de los encuestados aceptaba el uso de la fuerza frente a protestas que afectaran a los ciudadanos (La Silla Vacía 2021).

La información suministrada por el gobierno a la CIDH, en su visita a Bogotá en junio 2021, muestra la intensidad de las protestas. Entre el 28 de abril y el 4 de junio, hubo 12.478 protestas en 862 municipios, esto es, en casi todo el país, que podían ser clasificadas así: 6.328 concentraciones, 2.300 marchas, 632 movilizaciones y 28 asambleas. Esos datos muestran igualmente que el estallido social fue esencialmente pacífico. Según el reporte, el 89% de las protestas, esto es 11.060, no tuvieron ningún incidente de violencia. Sin embargo, para el gobierno hubo hechos de violencia en un número importante de casos. El gobierno adujo que en 1.418 protestas (11%) se presentaron disturbios o acciones violentas, que habrían obligado a la intervención del ESMAD (CIDH 2021, pars. 25-26).

Algunos de esos actos de violencia fueron muy graves, como la destrucción parcial de la infraestructura de transporte público en Bogotá y Cali, el incendio de ciertas oficinas públicas en Popayán, la muerte de al menos tres integrantes de la Fuerza Pública o la tentativa de incinerar a varios agentes de la policía atrapados en un comando de policía en Bogotá. Según datos de la Defensoría del Pueblo, en esas semanas de estallido social hubo casi 2.000 bloqueos pero la gran mayoría, casi 1.800, fueron de relativa corta duración pues duraron menos de tres días. Sin embargo, en particular en el suroccidente del país, 115 se prolongaron por más de 7 días y 9 por más de 30 días (ACNUDH 2021, par. 190). Estos bloqueos, especialmente aquellos que se prolongaron por muchos días, tuvieron impactos negativos fuertes sobre las poblaciones, que tenían dificultades para poder acudir al trabajo o para retornar a sus residencias. Igualmente impactaron negativamente la economía: el abastecimiento alimentario y de combustible de ciertas ciudades se vio afectado.

A su vez, la represión policial fue desbordada. Varias manifestaciones pacíficas fueron disueltas a la fuerza por el ESMAD; igualmente varios bloqueos que no estaban causando graves perturbaciones fueron también levantados a la fuerza, sin que las autoridades hubieran intentado previamente el diálogo (ACNUDH 2021, pars. 83-84). Centenares de manifestantes fueron detenidos por la policía, que además abusó de una ambigua figura del código de policía, llamada el «traslado por protección», que existe para que la policía pueda retener y llevar a un lugar seguro a quien se encuentre en situación de riesgo para sí mismo o terceros, como podría ser una persona embriagada en la calle. La policía retuvo durante las protestas a más de 7.000 personas abusando de esta figura (CIDH 2021, par. 102).

Estas intervenciones policiales son muy problemáticas pues afectaron la libertad personal y el derecho a la protesta. Pero las cosas fueron mucho más graves por el uso totalmente desproporcionado de la fuerza por la policía contra los manifestantes, ya que no solo empleó en forma irregular las llamadas armas no letales sino que incluso recurrió a armas de fuego en circunstancias en que era totalmente indebido hacerlo pues no estaba en riesgo la vida o seguridad de nadie. En efecto, ese uso de armas de fuego no ocurrió para impedir algunos de los gravísimos actos de violencia de algunos manifestantes, que describimos anteriormente, sino en general frente a situaciones en que no había amenazas reales a la vida o seguridad de los propios uniformados o de terceros que justificaran el recurso extremo a esas armas.

Todo esto ocasionó decenas de muertes y centenares de heridos. Al menos 46 personas murieron en las protestas, de las cuales al menos 28 muertes fueron ocasionadas por agentes estatales. Otros diez murieron por armas de fuego empleadas por particulares, puesto que en varias ciudades, en especial en Cali, aparecieron en la represión de las protestas civiles armados, contando con complicidad policial. Fuera de eso, más de mil personas resultaron heridas por la represión policial, algunas de ellas de gravedad. Y fueron documentados más de 60 casos de violencia sexual (ACNUDH 2021, pars. 90 y ss). Además persiste un alto número de personas posiblemente desaparecidas. Al momento de publicar su informe (diciembre de 2021), ACNUDH (2021, par. 151) señaló que en 192 casos podría haber ocurrido una desaparición forzada.

En el desarrollo del estallido social, las relaciones entre el gobierno nacional y ciertos gobiernos locales fueron muy tensas, en especial cuando las administraciones locales estaban en manos de grupos políticos diferente al del presidente Duque. La razón: varios gobiernos locales, en especial el de Cali en que la situación fue tal vez la más grave, privilegiaron el diálogo con las llamadas «primeras líneas» para levantar los bloqueos y reducir la violencia de los manifestantes, muchas veces con resultados positivos. Por ejemplo, por diálogo con las «primera líneas», la alcaldía de Cali, con el apoyo de la Iglesia Católica y de instancias internacionales, como ACNUDH, logró desescalar la confrontación y la violencia y solucionar pacíficamente 25 bloqueos (ACNUDH 2021, par. 188). Pero esta estrategia fue cuestionada por el gobierno Duque y su partido, quienes consideraron que esas negociaciones representaban concesiones inaceptables a criminales y vándalos. Por esa razón, el 28 de mayo, Duque, invocando el artículo 296 de la Constitución (que centraliza parcialmente el manejo del orden público[7]), promulgó el decreto 565/21, conocido como de «asistencia miliar» que ordenaba a los alcaldes y gobernadores levantar a la fuerza, incluso con el apoyo del ejército, todos los bloqueos, sin importar si estos implicaban o no afectaciones intensas a derechos de terceros, y sin establecer que previamente debía intentarse una solución negociada. En su momento varios juristas criticamos ese decreto por inconstitucional y por violar el derecho a la protesta (Uprimny 2021); poco después el Consejo de Estado suspendió su vigencia por razones semejantes, por lo cual la eficacia de esa norma fue menor. Sin embargo su mención es importante ya que mostró el talante autoritario del gobierno nacional para enfrentar las protestas y sus agudas tensiones con ciertos gobernantes locales.

Es más, el recurso por el gobierno Duque a una facultad de policía ordinaria, como la «asistencia militar» prevista por el Código de Policía, en vez de decretar un estado de excepción autorizado por la Constitución, como la Conmoción Interior, no parece haber sido una expresión de la convicción democrática del gobierno de no abusar de la excepcionalidad jurídica sino un intento por eludir los controles de la Corte Constitucional. En efecto, la declaratoria de la Conmoción Interior y todas las medidas adoptadas bajo ese régimen tienen un control constitucional inmediato de la Corte, que ha solido ser muy exigente en esta materia, por tratarse de medidas de excepción. En cambio, el uso de la «asistencia militar», al ser una medida ordinaria de policía, carece de esos controles, por lo cual el presidente pudo pensar que podría asumir poderes propios de los estados de excepción, pero sin los controles más rigurosos a esas facultades, como lo había hecho durante la pandemia. Afortunadamente el Consejo de Estado, por una demanda ciudadana, logró evitar esa suerte de ordinarización pretendida por el gobierno Duque de los poderes propios de los regímenes de excepción.

Este talante autoritario del gobierno Duque se vería confirmado en noviembre de 2021, con la presentación y aprobación en tiempo récord por el Congreso, gracias a su coalición gubernamental, de una autoritaria ley de seguridad ciudadana que incrementa las penas por violencia en las protestas, mientras que al mismo tiempo refuerza la protección a la policía. Además, la Fiscalía General, cuyo jefe es amigo cercano de Duque[8], ha procedido a judicializar, a veces con acusaciones desproporcionadas de terrorismo, a varios jóvenes de las «primeras líneas», mientras que las investigaciones por los abusos policiales no han avanzado significativamente.

A finales de junio, sin causa inmediata aparente, las manifestaciones prácticamente cesaron y la mayor parte de los bloqueos fueron levantados. La mediación de la CIDH, la Iglesia Católica y la ACNUDH fue importante en su momento para reducir ciertas tensiones y evitar mayores violencias, pero no suficiente para explicar el cese de las manifestaciones y los bloqueos, por cuanto no hubo acuerdos significativos entre manifestantes y el gobierno nacional. En julio 2021 el estallido social se había apagado sin una explicación clara, lo cual ha suscitado conjeturas de varios analistas sobre esa terminación (Gómez Buendía 2021): que eso se debió a la debilidad y fragmentación de las organizaciones sociales, que fue por el agotamiento y dispersión de los manifestantes, que fue una decisión estratégica de los manifestantes de apostarle a las elecciones del 2022. No hay consenso académico al respecto.

Por el contrario, en lo que hay mayor acuerdo es en que el estallido social, a pesar de que tuvo una intensidad que sorprendió a todo el mundo, no fue un hecho único y súbito sino que debe ser visto como la continuación de otras protestas intensas, en 2019 y 2020, por la similitud de las motivaciones y de las dinámicas (Castillo 2021; Pécaut 2021; Hoyos 2022).

El 21 de noviembre de 2019, antes de la pandemia, fue convocado un «paro nacional» por ese mismo comité del paro y esa jornada de protesta fue atendida masivamente. Hubo enormes movilizaciones en todo el país, que se repitieron en días siguientes. La represión policial de esas jornadas también fue excesiva, provocando numerosos heridos y un muerto. Para calmar los ánimos, el gobierno Duque convocó en los días siguientes a una «conversación nacional» para discutir posibles reformas para responder a las reivindicaciones de ese paro nacional del 21N, como ha sido conocida esa jornada de protesta. Sin embargo, esa conversación nacional de Duque, que parecía copiada del «gran debate nacional» impulsado por el presidente francés Macron por las protestas de los chalecos amarillos en Francia, no llevó a ninguna reforma significativa y terminó sin pena ni gloria.

En 2020 hubo también otras dos jornadas de protestas intensas, especialmente en Bogotá, debido al asesinato por la policía de un joven abogado, después de haberlo detenido. Los hechos fueron filmados y divulgados por redes y provocaron, especialmente el 9 y 10 de septiembre, protestas masivas, sobre todo de jóvenes, que fueron brutalmente reprimidas por la Policía. Esta violencia policial en las jornadas del N9 (como empezaron a ser conocidas esas protestas) provocó la muerte de 14 personas y heridas graves a 75, por armas de fuego policiales, especialmente de jóvenes de sectores populares, como lo constató el informe comisionado por la alcaldesa de Bogotá al anterior Defensor del Pueblo, Carlos Negret (2021).

2. Algunos de los debates jurídicos de derechos humanos sobre el estallido social

La intensidad de las protestas, los bloqueos y la represión estatal provocaron discusiones jurídicas y políticas intensas mientras se desarrollaba el estallido social. Igualmente, a pesar de la cercanía de los hechos, ha habido una reflexión académica importante y creciente sobre el significado de ese estallido social y los principales dilemas que planteó a la débil democracia colombiana. Procedo entonces a presentar algunas de las discusiones académicas y políticas suscitadas por el estallido social que parecen más relevantes para el análisis comparado. Me centro en los debates de derechos humanos y en especial en la discusión relativa a la legitimidad o no de los bloqueos o cortes de rutas, por cuanto este debate fue intenso en Colombia y puede ser interesante en perspectiva comparada. Pero igualmente tocaré, aunque más brevemente, otras discusiones que son importantes en Colombia pero tal vez no tan relevantes para el análisis comparado por cuanto han sido ampliamente abordadas en otros contextos, como las relativas a las respuestas estatales apropiadas frente a los posibles excesos en las protestas.

2.1. Bloqueos y protesta: evitar las posiciones extremas

La discusión sobre los bloqueos o cortes de rutas durante el estallido social fue intensa pero desafortunada, pues tendió a polarizarse en dos posiciones extremas: que ningún bloqueo es admisible (que fue la posición sostenida por el gobierno y algunos juristas que le son cercanos), o que el derecho a la protesta permite cualquier corte de ruta (defendida por algunos manifestantes). Ambas posiciones son inaceptables, como procedo a mostrarlo.

El derecho a la protesta no aparece literalmente ni en la Constitución colombiana ni tampoco en la Declaración Universal de Derechos Humanos ni en los tratados de derechos humanos. A pesar de eso, es una doctrina pacífica en el derecho constitucional comparado y en la doctrina de derechos humanos que este derecho está reconocido constitucionalmente y en el derecho internacional de los derechos humanos, ya que es expresión de otros derechos específicos, en especial pero no exclusivamente, del derecho de asociación, la libertad de expresión, los derechos de participación política y, en particular, el derecho a la reunión pacífica (CIDH 2019, pars. 1 y ss., 17 y ss.; Venice Commission 2020, pars. 9-10).

Este derecho a la protesta, por su propia naturaleza, incluye, dentro de ciertos límites, la posibilidad de ciertos bloqueos. La razón: es de la esencia de toda protesta ser disruptiva pues busca incomodar para expresar insatisfacciones. Solo al ministro de Defensa del gobierno Duque, Diego Molano, se le ocurre la ridícula idea de que haya un «protestódromo»[9] para que las personas protesten sin molestar a nadie y sin que nadie los vea ni los oiga, pues quien protesta pretende hacer llegar su mensaje a ciertas autoridades, por lo cual es fundamental que tenga la potencialidad de ser «visto y oído» por los destinatarios de su protesta, como lo ha dicho la mejor jurisprudencia y doctrina constitucional y de derechos humanos.

La Corte Europea de Derechos Humanos, en el caso Lashmankin y otros contra Rusia de 2017, señaló que eran contrarias al derecho a la protesta las regulaciones que pretendían imponer a los manifestantes condiciones de tiempo, modo y lugar desproporcionadas, como realizar las protestas en las afueras de las poblaciones, con el argumento de que así se evitaba afectar derechos de terceros. Esas condiciones, que se asemejan a un protestódromo tipo Molano, le impedían a los manifestantes hacerse ver y que sus quejas fueran oídas, que es la esencia del derecho a la protesta.

Ciertos bloqueos y afectaciones a la vida cotidiana de terceros, como ocupar temporalmente una vía o plaza, son entonces naturales y admisibles en el ejercicio del derecho a la protesta, incluso si implican una cierta afectación de derechos de terceros, como su libertad de movimiento, o impactan la normalidad de las actividades económicas.

Las sociedades democráticas deben entonces tolerar, hasta cierto punto, esas incomodidades y disrupciones que generan las protestas y manifestaciones, debido al papel crucial que estas juegan en la vitalidad de las democracias y en la realización de otros derechos. Por eso algunos académicos, como el profesor Gargarella (2005), han sostenido que la protesta es el primero de los derechos. Sin entrar a discutir si tienen razón o no, pues existen otros derechos que tienen un estatus y una función semejantes (como los derechos de acceso a la justicia o de ciudadanía), es indudable que la protesta es uno de los derechos más importantes de cualquier democracia. Si los ciudadanos no tenemos garantizado en forma robusta nuestro derecho a protestar, entonces nuestros demás derechos distintos a la protesta estarían en peligro, pues no habría forma de reclamar frente a los atropellos sufridos ni de demandar nuevos derechos. Esto explica que las democracias deban admitir esos componentes disruptivos de la protesta, que incluyen la posibilidad de ciertos bloqueos.

Sin embargo, no todo bloqueo es compatible con el derecho a la protesta pues este no es absoluto y debe armonizarse con los otros derechos. Son entonces democráticamente problemáticos los bloqueos desproporcionados, esto es, que afectan en forma muy intensa o desproporcionada otros derechos, como por ejemplo bloqueos largos que dificultan el abastecimiento y que no permiten trabajar a personas que no tienen capacidad de tomar decisiones sobre las razones de la protesta. O bloqueos incluso temporales pero que por ejemplo impidan el paso de ambulancias o de suministros de salud esenciales.

Esta doctrina corresponde a las consideraciones del Comité de Derechos Humanos, en la Observación General N.º 37 de 2020 sobre el derecho de manifestación pacífica, que señala en el párrafo 15 que la interrupción del tráfico de vehículos o peatones o de las actividades diarias no constituye per se «violencia», lo cual muestra que esos bloqueos, dentro de ciertos límites, están comprendidos en el derecho a la protesta. Pero igualmente agrega en el párrafo 47 de esa misma Observación General que esos trastornos a la normalidad son admisibles, a menos que «impongan una carga desproporcionada» a los derechos de terceros, caso en el cual esos bloqueos pueden ser limitados y disueltos. Y en el párrafo 85 indica que un bloqueo, que en principio es parte de una manifestación en principio pacífica y está cubierto por el derecho de protesta, puede desbordar ese derecho y puede ser dispersado por las autoridades si la persistencia del bloque es «grave y sostenida» y empieza a causar una «gran perturbación». Esto muestra que un bloqueo, que en principio era legítimo, puede desbordar el derecho a la protesta si se prolonga desproporcionadamente.

Esta doctrina del Comité de Derechos Humanos coincide en lo esencial con las consideraciones de la Corte Constitucional colombiana sobre la protesta, en especial en las sentencias C-09 de 2018, C-223 de 2017, C-281 de 2017 y C-742 d 2012, que son tal vez las más importantes sobre el tema. Por ejemplo, en el fundamento 35 de la sentencia C-09 de 2018, la Corte señaló que: «una manifestación puede tomar la forma de ocupación o habitación en una plaza pública como protesta por alguna determinación del Gobierno, el uso del ruido o el reparto de folletos en la vía pública para llamar la atención». Esto obviamente genera «una tensión con el goce pleno de los derechos a la locomoción o a la tranquilidad», pero dicha tensión es inherente a la protesta, lo cual significa que la Corte considera inherente a este derecho la posibilidad de ciertos bloqueos. Pero igualmente la Corte precisó que la protesta no «puede desencadenar un desequilibrio irrazonable en relación con los derechos de terceros, la seguridad ciudadana y el orden público ni puede significar un bloqueo absoluto de la vida en sociedad». Según esa sentencia, esas tensiones entre la protesta y derechos de terceros «deben abordarse desde la razonabilidad y la proporcionalidad», pero recordando siempre el papel crucial de la protesta en una democracia, por lo cual sus limitaciones están sometidas a un juicio estricto de proporcionalidad.

Aunque no conozco que el Comité de Derechos Humanos o la Corte Constitucional colombiana hayan abordado explícitamente un caso concreto de un bloqueo para evaluar su compatibilidad con el derecho a la protesta pacífica, considero que su doctrina va en la dirección de admitir que ciertos cortes de rutas son admisibles como protesta pacífica, incluso si son bloqueos voluntariamente buscados por los manifestantes, siempre y cuando no sean desproporcionados frente a los derechos de terceros.

Por el contrario, la posición de la Corte Europea de Derechos Humanos parece más restrictiva en este punto. La sentencia clave es Kudrevicˇius y otros contra Lituania de 2015, que fue decidido por la Grand Chamber de la Corte Europea, y que entonces fija la jurisprudencia sobre el tema de ese tribunal. El caso se refiere a la imposición de sanciones penales a agricultores que en una protesta bloquearon tres autopistas importantes por aproximadamente 48 horas. En esa sentencia, la Corte Europea señala que toda manifestación implica «un cierto nivel de disrupción de la vida ordinaria, incluida la disrupción del tráfico» y que ese hecho «no justifica limitar el derecho de reunión», lo cual sugiere que ciertos bloqueos son admisibles. Sin embargo, la Corte establece unos límites más estrictos que los que derivan de la jurisprudencia constitucional colombiana o de la doctrina del Comité de Derechos Humanos ya que indica, en los párrafos 170 a 175, que los bloqueos admisibles son aquellos que son una consecuencia indirecta de la protesta, como puede ser la interrupción temporal del tráfico mientras pasa una marcha, pero no aquellos que son voluntariamente impuestos por los manifestantes. Según la Corte, en este caso los agricultores deliberadamente bloquearon las autopistas por aproximadamente dos días, con lo cual voluntariamente buscaron interferir en forma intensa los derechos de terceras personas, quienes además no tenían ninguna responsabilidad ni posibilidad de acción frente a las pretensiones de los manifestantes. Este comportamiento, según la Corte, desborda el derecho de protesta y es sancionable y por ello ese tribunal concluyó que las condenas impuestas por Lituania a los agricultores eran compatibles con la Convención Europea de Derechos Humanos.

Independientemente de las particularidades del caso, esta tesis de la Corte Europea de Derechos Humanos es problemática. Si bien la intención de los manifestantes es un elemento a tomar en cuenta en la valoración de la legitimidad o no de un bloqueo, no puede ser un factor suficiente para excluir automáticamente un bloqueo voluntario de la protección del derecho de protesta, como parece señalarlo esta sentencia Kudrevicˇius. La razón me parece obvia: en ciertos contextos, ciertas poblaciones discriminadas que carecen de voz han encontrado en el bloqueo voluntario de vías la única forma de lograr que su voz sea escuchada y sus reclamos sean vistos por la sociedad y por las autoridades. Si ese bloqueo es proporcionado, no entiendo por qué no puede ser considerado parte del derecho a la protesta únicamente porque fue un bloqueo voluntario. Imaginemos por ejemplo que en alguna ciudad latinoamericana los pobladores de un barrio marginal han hecho peticiones reiteradas a las autoridades para superar una crisis sanitaria derivada del deterioro del alcantarillado. Sus peticiones no han sido escuchadas ni han logrado eco en los medios de comunicación. Entonces esos pobladores deciden bloquear por unas horas una vía para que sus reclamos sean oídos, pero permiten paso de ambulancias y en todo el caso el tráfico puede ser desviado por vías alternas. ¿Debe considerarse que por haber sido un bloqueo voluntario desbordó el derecho de protesta? No lo creo.

Considero entonces que estas consideraciones del caso Kudrevicˇius sobre los bloqueos voluntarios como conductas sancionables que desbordan el derecho de protesta deben ser tomadas con pinzas y, en especial, no deben ser trasladadas mecánicamente a contextos de democracias débiles. Es más, considero incluso que esta doctrina no genera consenso a nivel europeo pues otros tribunales han llegado a conclusiones distintas: así, el Tribunal de Justica de la Unión Europea, en el caso Eugen Schmidberger, Internationale Transporte und Planzüge v Republik Österreich de 2003, consideró que era admisible una protesta de manifestantes ambientalistas, que implicó un bloqueo total por 30 horas de una autopista internacional, precisando que en ese caso se habían tomado precauciones para que ese bloqueo no impactara desproporcionadamente a terceros. Por su parte, el tribunal constitucional alemán, en los llamados casos sobre los misiles Pershing, aceptó que manifestantes antinucleares no pudieran ser sancionados por haber hecho bloqueos frente a instalaciones militares para oponerse a la instalación de misiles nucleares en ese país. Igualmente, la llamada «Comisión de Venecia», que es el cuerpo de expertos que formula recomendaciones jurídicas a los Estados europeos, también señaló que una manifestación no deja de ser pacífica porque haya bloqueos temporales del tráfico (Venise Commission 2020, par. 48). Por todo esto, en ese punto me parecen entonces acertados, en especial para el contexto latinoamericano, los criterios adelantados por la CIDH, tanto en su informe general sobre «protesta y derechos humanos» de 2019 (CIDH 2019, pars. 10-13, 37 y 89), como en su informe sobre el estallido social colombiano de 2021 (CIDH 2021, pars. 141-171) que los bloqueos pueden ser una forma legítima de protesta y que, por ello, el Estado no puede prohibirlos genéricamente; pero que los bloqueos desproporcionados frente a derechos de terceros desbordan el derecho a la protesta y pueden entonces ser disueltos. Y por eso la CIDH hizo en el caso colombiano un llamado a analizar concretamente cuáles bloqueos eran o no desproporcionados y recomendó al gobierno colombiano abstenerse de establecer que todo bloqueo per se desborda el derecho a la protesta.

Dado lo anterior, habrá situaciones en que puedan existir discrepancias razonables sobre la legitimidad de un bloqueo en términos de derechos humanos, pero lo que es claro es que las posiciones extremas son inadmisibles: algunos bloqueos o cortes de rutas son admisibles pero otros desbordan el derecho a la protesta. En ese contexto, un estallido social como el colombiano muestra la necesidad de afinar criterios para distinguir entre los bloqueos admisibles como ejercicio de la protesta y aquellos que no lo son, sin trasladar mecánicamente estándares europeos y propios de democracias más robustas, como el criterio problemático desarrollado por la Corte Europea de Derechos Humanos en el caso Kudrevicˇius, a países con democracias débiles y estados de derecho precarios. Explico el punto: es posible que esa doctrina del caso Kudrevicˇius pueda tener mayor sentido en aquellos países que tienen democracias robustas pues las personas, incluso aquellas que pertenecen a grupos desfavorecidos, cuentan con mayores herramientas legales y jurídicas para presentar y hacer oír sus reclamos, lo cual podría justificar restricciones más severas a los bloqueos. Pero esa conclusión no se aplica a otros contextos, propios de democracias de menor calidad, en que esas herramientas son más precarias y los grupos discriminados se ven obligados a realizar protestas más disruptivas para que sus reclamos sean escuchados.

Obviamente en todos esos análisis sobre la legitimidad o no de un bloqueo, el contexto concreto de cada caso será determinante para llegar a una conclusión, Sin embargo, urge avanzar en una reflexión interdisciplinaria, que conjugue elementos jurídicos y reflexiones filosóficas y sociológicas sobre las nuevas modalidades de protesta, a fin de proponer criterios más generales para realizar este tipo de evaluaciones.

En este artículo, por limitaciones de espacio y temáticas, no entro en consideraciones filosóficas o sociológicas sino que ofrezco, sin pretensión de exhaustividad y como corolario natural del análisis adelantado en los párrafos previos, cinco criterios básicos de orden normativo para la evaluación de la legitimidad de un bloqueo en términos de derechos humanos: i) la intensidad de la afectación de los derechos de terceros; ii) la intensidad a su vez de los derechos reclamados por los manifestantes; iii) la manera concreta como se efectuó el bloqueo (por ejemplo si los manifestantes recurrieron o no a violencia para realizarlo); iv) si se han previsto o no corredores humanitarios; v) la prolongación en el tiempo de los bloqueos; y, finalmente, vi) si quienes realizan el bloqueo tienen o no la posibilidad de expresar y hacer oír sus reclamos por otras vías o, por el contrario, son voces que han estado silenciadas y discriminadas, lo cual en el fondo remite a una valoración de la calidad de la democracia en la que se realizan esos bloqueos.

Además de esos criterios sustantivos, deberían preverse mecanismos procesales o institucionales frente a estos bloqueos para armonizar el derecho a la protesta con los derechos de terceros. Podría pensarse, por ejemplo, en que, salvo en situaciones de urgencia, la decisión de levantar un bloqueo por considerarse desproporcionado corresponda a un tercero imparcial, y no directamente a la autoridad policial, ya que esta última, por su énfasis en mantener el orden público, puede tener sesgos negativos frente a estas acciones disruptivas.

2.2. Necesidad de una respuesta estatal proporcionada incluso frente a bloqueos desproporcionados

Un elemento complementario a la anterior discusión es el relativo a la respuesta estatal frente a bloqueos desproporcionados. Este debate se dio durante el estallido social por cuanto el citado decreto 565/21 del gobierno Duque sobre «asistencia militar» ordenaba a alcaldes y gobernadores «adoptar las medidas necesarias, en coordinación con la fuerza pública, para levantar los bloqueos», con lo cual se entendía que las autoridades locales debían proceder inmediatamente a remover todo bloqueo por la fuerza, sin buscar una concertación con los manifestantes.

Esta orden presidencial era inadmisible por cuanto, salvo en situaciones de urgencia, las autoridades policiales deben promover espacios de concertación incluso frente a bloqueos excesivos, no solo para evitar afectaciones al derecho a la protesta, sino por cuanto, como lo ha destacado la CIDH (2019), «los abordajes centrados en el diálogo y la negociación son más efectivos para la gestión de las protestas y prevenir hechos de violencia». Por eso concluye que las autoridades deben «habilitar canales de interlocución genuinos con los manifestantes a fin de gestionar, por un lado, los aspectos formales de la acción de protesta (uso del espacio público, duración, etc.) y, por otro, canalizar las demandas hacia los canales institucionales pertinentes».

En este punto la jurisprudencia constitucional colombiana ha sido acertada. En particular, la Corte, en la sentencia C-281 de 2017, condicionó el alcance del aparte del artículo 57 del Código de Policía, que señalaba que toda «reunión y manifestación que cause alteraciones a la convivencia podrá ser disuelta». La Corte señaló en la parte resolutiva de la sentencia que para que la disolución opere no basta que haya una alteración de la convivencia, sino que esta debe ser grave e inminente y, además, no debe existir otro medio para enfrentar la alteración que sea menos gravoso para el ejercicio de los derechos de reunión y manifestación que disolver la manifestación.

2.3. Otras discusiones sobre el uso de la fuerza por las autoridades

El análisis precedente mostró que incluso frente a bloqueos desproporcionados el uso de la fuerza por las autoridades debe ser la última ratio. Además ese empleo de la fuerza debe ser proporcionado, conforme a los estándares internacionales, que están ampliamente desarrollados en el citado informe de la CIDH sobre protesta y derechos humanos y en la citada Observación General N.º 37 del Comité de Derechos Humanos. En este aspecto el debate colombiano no aporta mucho al análisis comparado ya que en general se reiteraron los estándares internacionales. Sin embargo, el estallido social mostró la necesidad de contar con diseños institucionales y mecanismos de control que garanticen el efectivo respeto de esos estándares en situaciones concretas. Y en ese aspecto tres controversias fueron importantes.

Primero, el posible uso del ejército para controlar desmanes en las protestas por cuanto el gobierno Duque recurrió a la figura de la «asistencia militar», prevista en el artículo 170 del Código de Policía y que permite que en situaciones de graves crisis de orden público pueda utilizarse el ejército. Este recurso fue severamente criticado por la CIDH y las organizaciones de derechos humanos colombianas ya que implica una confusión de las funciones de la policía y del ejército y permite el uso del ejército para disolver manifestaciones o bloqueos, lo cual no es solo contrario a estándares constitucionales y de derechos humanos, sino que sería una tragedia humanitaria por la fuerza letal que caracteriza a las operaciones militares, incompatible con el uso proporcionado de la fuerza frente a civiles en una democracia. Por eso, la Corte Interamericana, en el párrafo 78 del caso Montero Aranguren y otros (Retén de Catia) Vs. Venezuela de 2006, afirmó que los Estados deben hacer lo posible por evitar el uso de las fuerzas militares «para el control de disturbios internos, puesto que el entrenamiento que reciben está dirigido a derrotar al enemigo, y no a la protección y control de civiles, entrenamiento que es propio de los entes policiales».

Es pues importante excluir a las fuerzas militares del control de las protestas. Esa labor debe reposar en la policía, que es un cuerpo armado pero de naturaleza civil. Sin embargo el estallido social colombiano evidenció que eso no es suficiente ya que las peores violaciones a los derechos humanos fueron cometidas por la policía. Es pues necesario tener una policía respetuosa del derecho a la protesta y con una formación adecuada para manejar, conforme a los estándares de derechos humanos, las tensiones en las manifestaciones. Esto no sucede en Colombia en gran medida porque la policía, a pesar de que la constitución la define como una institución civil, es un cuerpo militarizado, que está adscrita al ministerio de defensa y goza de fuero militar. No es entonces una sorpresa que el ESMAD reprima muchas veces las protestas con criterios militarizados.

Por eso un segundo gran debate que generó el estallido social fue la necesidad de realizar una profunda reforma de la policía, a fin de que sea realmente un cuerpo civil. Esto implica no solo que la policía salga del ministerio de defensa y que la sanción de sus delitos quede bajo la jurisdicción penal ordinaria, sin fuero militar, sino que, además, el cuerpo policial encargado de enfrentar posibles disturbios en las protestas esté adecuadamente preparado para esa tarea y cuente con los controles apropiados para evitar abusos.

La tercera discusión ha tenido que ver con la respuesta penal frente al estallido social. La Fiscalía ha imputado crímenes graves a unos 160 jóvenes de las primeras líneas posiblemente involucrados en violencias, lo cual plantea la siguiente pregunta: ¿esos procesos son una forma inaceptable de criminalización de la protesta social? O, por el contrario, ¿son investigaciones necesarias y apropiadas para evitar los desbordamientos de violencia en las protestas?

Al momento de escribir este artículo, este debate frente al estallido social apenas está arrancando en Colombia por cuanto los procesos penales están en sus fases iniciales. Sin embargo, la discusión sobre el papel apropiado del derecho penal frente a la protesta no es nueva, ni en Colombia (Uprimny y Sanchéz 2010) ni en América Latina (Bertoni 2010). Al respecto, un punto interesante fue aportado hace algunos años por Gargarella, quien considera que la posible sanción criminal de hechos de violencia cometidos por manifestantes en protestas no puede hacerse en abstracto sino tomando en cuenta el contexto y quienes son las personas juzgadas. Por ello propuso dos principios interesantes. El primero es el de la «distancia deliberativa», según el cual, cuanto más marginado del debate público está un grupo social por razones que no le son atribuibles, «más sensible tiene que ser el poder judicial a las demandas de dicho grupo, y mayor protección debe prestar a las formas de comunicación desafiantes que estos grupos eligen para presentar sus demandas» (Gargarella 2008, 190). El segundo es el principio de las violaciones sistemáticas, según el cual «cuando los manifestantes protestan como consecuencia de (lo que consideran) la violación sistemática de un derecho básico, las autoridades públicas deberían prestar especial atención al derecho particular en juego y al carácter de esas violaciones» (Gargarella 2008, 194). Estos dos principios son útiles para guiar la respuesta penal frente a las protestas y evitar que la legítima sanción penal de ciertos hechos violentos cometidos en el estallido social se traduzca en un silenciamiento mayor del derecho a reclamar de las poblaciones discriminadas y cuyos derechos constitucionales han sido tradicionalmente violentados. Un Estado democrático debe tener mayor tolerancia con la protesta de los grupos sociales que se encuentran en situaciones sociales angustiantes, incluso cuando esa protesta pueda tornarse tumultuosa pues, como dice Waldron: «si la situación de algunos en la sociedad es angustiante, entonces es importante que otros se angustien por ellos; si la situación de algunos en la sociedad es de incomodidad, entonces es importante que otros estén incómodos» (citado en Gargarella 2008, 181).

2.4. Escalar los derechos humanos para desescalar las violencias

Un último elemento del debate colombiano que puede ser interesante para el análisis comparado fue la tesis que algunos sostuvimos en medio del estallido social, de que la mejor forma de desescalar las violencias que estaba viviendo el país era escalar los derechos humanos, poniéndolos en el centro del manejo de la crisis.

Esta tesis puede parecer un lema inocuo y vacío pero no lo es: primero porque es una idea útil ya que invita a las autoridades a respetar los derechos humanos no solo porque se trata de su obligación jurídica (que es un argumento que a veces es poco convincente para ciertas personas) sino, además, por cuanto pragmáticamente les muestra que es útil, ya que es una buena estrategia para reducir violencias y tensiones. Y segundo porque la idea de escalar los derechos humanos no es vacía ya que adquiere concreción en distintos momentos de una crisis. Por ejemplo, en la cuarta semana del estallido social (a fines de mayo de 2021), una de las exigencias al gobierno para escalar los derechos humanos y desescalar la crisis fue que autorizara la visita inmediata de la CIDH. El argumento esencial fue el siguiente: en ese momento muchos manifestantes consideraban que ni las protestas ni los bloqueos podían cesar mientras no hubiera claridad de que las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el estallido social no quedarían impunes, pues consideraban que sería insultar a las víctimas. Pero no confiaban ni en la Fiscalía, ni en la Procuraduría, ni en la Defensoría, por la cercanía de sus jefes al Gobierno y su pobre desempeño en estas semanas. Sin embargo, si los bloqueos, en especial los desproporcionados, persistían, las tensiones se incrementarían. Frente a este dilema, la visita de la CIDH abría caminos pues era una primera evaluación internacional independiente de la situación de derechos humanos durante las protestas. Finalmente, frente a esas demandas reiteradas, el gobierno aceptó esa visita de la CIDH, que jugó un papel importante en la búsqueda de una salida democrática al estallido social.

3. A título de conclusión: encuentros y desencuentros entre la democracia callejera y las instituciones constitucionales

El estallido social colombiano fue intenso, profundo, complejo y, además, tuvo una dinámica que sorprendió a la mayoría de los actores políticos y de los analistas en Colombia. No pretendo entonces en estos párrafos finales ofrecer una explicación sociológica integral de un fenómeno tan complejo y aún tan cercano. Simplemente busco señalar algunos elementos de sus posibles raíces y su particular dinámica, con el fin de plantear las oportunidades y desafíos que este tipo de protestas masivas plantean en democracias débiles como la colombiana.

El estallido social tuvo raíces sociales claras. En Colombia todos los analistas señalan que en el origen de las protestas están la profunda desigualdad y unos niveles de pobreza inaceptables para un país de ingreso medio. Ambas, pobreza y desigualdad, se agudizaron además por la pandemia y la debilidad de la respuesta social del gobierno. El DANE (2021) señaló que entre 2019 y 2020 la pobreza monetaria creció de 35,7% a 42.5%, mientras que el coeficiente de Gini aumentó de 0,52 a 0,54. Fuera de eso, Colombia enfrenta una crisis de credibilidad profunda de sus instituciones pues, con algunas excepciones –como las universidades, la iglesia católica y el ejército–, que mantienen una alta aceptación social, la ciudadanía tiene una opinión negativa frente a casi todas las instituciones[10]. Por consiguiente, como en otros países de América Latina, la persistencia de la desigualdad y la pobreza, sumadas al desencanto frente a la institucionalidad democrática, han provocado una acumulación de frustraciones y rabias, que esperan una chispa para estallar: en Chile fue el aumento del precio del transporte, en Colombia el proyecto de reforma tributaria en plena pandemia, en Ecuador el alza de gasolina, etc.

El estallido social colombiano, a pesar de sus particularidades, asumió algunos rasgos semejantes a los ocurridos en otros países de América Latina, como Chile, Nicaragua o Ecuador. Fue una movilización social muy intensa, con fuerte participación de jóvenes que experimentan un sentimiento de no futuro, pero sin actores sociales organizados que los representen claramente. Por eso algunos analistas han calificado el estallido social colombiano como una movilización social sin movimientos sociales, lo cual expresa y agrava los déficits de representación de nuestras democracias pues ni los partidos políticos, en crisis, ni los actores sociales organizados, bastante debilitados, parecen representar a quienes protestan en las calles (González 2022).

Este tipo de protestas, que pueden resurgir en nuestros países ya que los problemas sociales persisten, plantean dilemas complejos a nuestras democracias precarias. Por un lado, un estallido social como el colombiano expresa una fortaleza democrática indudable pues muestra una ciudadanía, y en especial una juventud, movilizadas por sus derechos, lo cual es positivo. Sin embargo, de otro lado, la crisis de representatividad y la falta de actores organizados o gobiernos democráticos receptivos que canalicen pacíficamente esa energía democrática generan riesgos importantes: posibilidad de reacciones autoritarias, que lleven a la represión violenta de las protestas y terminen en gobiernos autoritarios; o que el fracaso de la protesta provoque frustraciones frente a la capacidad de la democracia de resolver los problemas sociales, lo cual puede traducirse en apatía ciudadana o en la legitimación de aventuras armadas.

Debido a esa ambigüedad del estallido social, en plena protesta defendí la tesis de que Colombia vivía una primavera democrática semejante a las primaveras árabes, para resaltar que estas pueden terminar bien, en una salida democrática, como en Túnez, o desembocar en dictaduras o guerras civiles, como en Egipto o Siria.

Por ejemplo, en Colombia, el estallido social previo ocurrió varias décadas antes y el desenlace fue negativo. Se trató del llamado «paro nacional» de Septiembre de 1977. Esta protesta fue también muy fuerte y fue igualmente reprimida en forma violenta por el gobierno, por lo cual fracasó en su tentativa de lograr reformas significativas (Archila 2016). Esto debilitó a la democracia colombiana e intensificó el conflicto armado. En efecto, la izquierda interpretó la represión del paro como una legitimación de la vía armada, mientras que la derecha empezó a asimilar toda protesta con una forma encubierta de insurrección guerrillera. Así, las guerrillas «comenzaron a prepararse para el asalto final al Palacio de Invierno» mientras que el gobierno y las Fuerza Armadas comenzaron a «implementar medidas enérgicas para contener la revolución en marcha» (Pizarro 2017, 53). En cambio, en 2021, la lectura del estallido social ha sido parcialmente distinta, lo cual genera un cierto optimismo sobre el futuro democrático de Colombia. Si bien el gobierno Duque y el uribismo la interpretaron como una tentativa de sembrar caos por parte de organizaciones criminales y actores externos (con lo cual reprodujeron una visión semejante a la del gobierno en 1977), los sectores progresistas y de izquierda han tenido una actitud muy distinta, tal vez como consecuencia del Acuerdo de Paz con las FARC en 2016. Estos actores no concluyeron que la represión por el gobierno Duque de las protestas legitimaba la lucha armada sino que era necesario llevar las demandas sociales expresadas en el estallido social al escenario electoral. Y esto puede explicar el triunfo por primera vez en muchas décadas de la izquierda en unas elecciones nacionales.

Como vemos, que un país siga un camino u otro frente a un estallido social dependerá en gran medida de la lucidez que tengan tanto las autoridades estatales como los líderes sociales y políticos para lograr un encuentro fecundo entre la democracia representativa (materializada en sus instituciones constitucionales formales)), y la democracia callejera (expresada en las movilizaciones y las protestas). Si ese encuentro se logra, la movilización social puede conducir a una sociedad más incluyente y permitir una profundización de nuestras limitadas democracias. Pero si persiste un desencuentro entre la movilización en las calles y la institucionalidad democrática los resultados pueden ser negativos, incluso catastróficos.

Un aspecto relevante para lograr ese encuentro es que las autoridades reconozcan, valoren y respeten el derecho de protesta, pero igualmente que los líderes sociales acepten que la protesta tiene límites y no todo está permitido. Esto muestra que la reflexión adelantada en este artículo sobre los debates normativos de derechos humanos suscitados por el estallido social colombiano es relevante, al mostrar que los bloqueos pueden ser una forma válida de protesta pero que tienen igualmente límites, por lo cual es necesario desarrollar criterios para evaluar la legitimidad de un bloqueo específico. Y ese tipo de reflexiones deben profundizarse y multiplicarse pues uno de los grandes desafíos del pensamiento democrático y de la doctrina de derechos humanos es la búsqueda de mecanismos que permitan encuentros fecundos entre la democracia callejera y las instituciones constitucionales.

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Uprimny, Rodrigo y Luz María Sánchez. 2010. «Colombia, derecho penal y protesta social» en ¿Es legítima la criminalización de la protesta social? Derecho penal y libertad de expresión en América Latina, editado por Eduardo Bertoni, 47-74. Buenos Aires: Universidad de Palermo.

Venice Commission. 2020. Guidelines on Freedom of Peaceful Assembly (3 ed). Study No 769/2014. Acceso el 15 mayo 2022: https://www.venice.coe.int/webforms/documents/default.aspx?pdffile=CDL-AD(2019)017rev-e

[2] La denominación de las protestas no ha sido unánime ya que tiene que ver con las interpretaciones mismas de esas protestas masivas, las cuales van desde quienes enfatizan su papel transformador y espontáneo, casi revolucionario, y quienes las ven más como la expresión de actores armados criminales o de una conspiración externa contra la democracia colombiana. Ver Salazar-Trujillo (2021, 151 y ss), González (2022, 203 y ss) y Céspedes y Acevedo (2021, 15 y ss).

[3] En este texto, siguiendo el enfoque de centros investigativos como el International Institute for Democracy and Electoral Assistance (IDEA), caracterizo como «democracias débiles» a aquellos países que presentan los rasgos esenciales de una democracia y un Estado de derecho, con gobiernos electos en procesos electorales razonablemente libres, separación de poderes, independencia judicial, imperio del derecho, reconocimiento de los derechos ciudadanos y una sociedad civil libre, pero que son países en los que existen disfunciones que debilitan significativamente la efectividad de las instituciones democráticas o afectan algunos de los rasgos definitorios de la democracia, por lo cual la calidad y efectividad de la democracia es baja, como por ejemplo porque la garantía de ciertos derechos no es efectiva o la independencia judicial es débil (IDEA 2019, 245 y ss). Colombia puede ser incluida en esa categoría pues, aunque ha mantenido gobiernos electos y una razonable separación de poderes, enfrenta graves violaciones de derechos humanos y un sistema electoral debilitado, por lo cual es una democracia precaria e imperfecta.

[4] Uso indistintamente por cuanto las considero sinónimas las expresiones «bloqueos», que es más usual en Colombia, y «cortes de rutas», que se usa más en otros países de América Latina. Hago esta precisión ya que el gobierno Duque criticó que el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre el estallido social no hablara de bloqueos sino de cortes de rutas, pues consideró, sin ningún fundamento, que era una forma en que la CIDH reducía la gravedad que podía tener un bloqueo sobre los derechos de terceros y la economía.

[5] Como lo preciso ulteriormente, ni los tratados de derechos humanos ni la mayoría de las constituciones reconocen expresamente el derecho a la protesta, pero existe amplio acuerdo doctrinario que este derecho existe, ya que es expresión de otros derechos humanos específicos, en particular de la libertad de expresión y del derecho de reunión pacífica.

[6] A pesar de lo reciente de estas protestas, la literatura académica y la información periodística es muy amplia. Existen numerosas descripciones del desarrollo de este estallido social. Por su cuidado en el manejo de las fuentes y su credibilidad como instituciones internacionales, mi reconstrucción de los hechos se basa esencialmente en los informes de la Oficina de la Alta Comisionada de Derechos Humanos (ACNUDH 2021), el International Crisis Group (ICG 2021) y la CIDH (2021). Igualmente he consultado la información de prensa y redes sociales.

[7] Esta norma establece que «para la conservación del orden público o para su restablecimiento donde fuere turbado, los actos y órdenes del Presidente de la República se aplicarán de manera inmediata y de preferencia sobre los de los gobernadores; los actos y órdenes de los gobernadores se aplicarán de igual manera y con los mismos efectos en relación con los de los alcaldes».

[8] Barbosa fue compañero y amigo de universidad de Duque, quien lo nombró consejero presidencial de derechos humanos, antes de ternarlo para Fiscal General y lograr que fuera escogido por la Corte Suprema (Torrado 2020). Por esa cercanía a Duque, Barbosa se jactaba en conversaciones en cocteles de ser un verdadero escudero del gobierno.

[9] Idea defendida por el ministro Molano, antes de llegar a ese cargo, en un video que publicó en su cuenta twitter, pero nunca se distanció de esa visión.

[10] Incluyendo instituciones que hace 20 años tenían alta aprobación, como la Corte Suprema, la Corte Constitucional o la Procuraduría, la Fiscalía o el Banco de la Republica (Invamer 2021).

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