Déficits y falacias de la democracia liberal
ante la gestión de la diversidad:
el caso de las políticas migratorias y de asilo

Deficits and Falacies of Liberal Democracy in the Light of Management of Diversity:
the Case of Migration and Asylum Policies

Javier de Lucas

Instituto de Derechos Humanos. Universitat de València (España)
lucasfra@uv.es

doi: http://dx.doi.org/10.18543/djhr-1-2016pp-138Fecha de recepción:: 25.07.2016
Fecha de aceptación: 30.11.2016

Sumario: I. La construcción de un status jurídico para los inmigrantes, contrario a los principios básicos del Estado liberal de Derecho. II. Un status jurídico de los refugiados que viola la legalidad internacional, europea e interna. Bibliografía

Resumen: Los instrumentos jurídicos de las políticas de inmigración y asilo desplegadas por la UE y por sus Estados miembros a partir de la Nueva Agenda migratoria y de asilo presentada por la Comisión Europea en mayo de 2015, no sólo se han mostrado ineficaces, sino que suscitan serias críticas desde el punto de vista de su coherencia con la defensa de los derechos humanos y los principios de la democracia liberal, incluso del liberalismo igualitario. A juicio del autor, el problema es que los desafíos de la gestión de la diversidad cultural (sobre todo de la deep diversity) y concretamente las demandas de inmigrantes y refugiados no pueden recibir respuesta desde esa perspectiva, sino que necesitan ser corregidos por las aportaciones de las políticas del reconocimiento y el pluralismo constitucional.

Palabras clave: Derechos humanos, UE, políticas migratorias y de asilo, liberalismo

Abstract: The legal instruments for migration and asylum policies implemented by the European Union and its member States as part of the New European Agenda on Migration introduced by the European Commission in May 2015 has turned out to be not only ineffective, but also highly questionable in what concerns their consistency with the protection of Human Rights, the principles of liberal democracy, and even with those of egalitarian liberalism. As the author sees it, the problem derives from the challenges posed by the management of cultural diversity (especially, deep diversity). Particularly, the demands made by migrants and asylum seekers cannot be met by using those instruments, which should be improved by means of the contributions made by the Politics of Recognition and Constitutional Pluralism.

Keywords: Human Rights, European Union, migration and asylum policies, liberalism

 

 

El objetivo de estas páginas no es la denuncia de las malas prácticas que aquí o allá, con esta o aquella frecuencia, han sido toleradas, propiciadas o incluso incentivadas por las políticas migratorias y de asilo de y en la UE y más allá (por ejemplo, los EEUU, México o Australia). Mi propósito es, más bien, mostrar que la lógica jurídica y política que les subyace y que ha encarnado a través de leyes y directivas en buena parte de nuestros Estados, orgullosos de ser democracias liberales en las que el mundo debe mirarse, es no ya deficiente, sino inaceptable, por incongruente con el reconocimiento y garantía efectiva de derechos y con los principios del Estado de Derecho, no digamos ya con los del liberalismo igualitario.

Aún más. Creo que el problema reside en no poca medida en las insuficiencias del propio modelo, sobre todo por su reticencia a aceptar las modificaciones o reformas que en aras de la gestión de la creciente diversidad social y cultural, de la emergencia de individuos y grupos que son agentes de esa diversidad, han sido formuladas desde las propuestas pluralistas como las que, por ejemplo, en sede de doctrina constitucional, han sido enunciadas desde al menos la obra de James Tully y a las que me referiré después.

La mayoría de los defensores del liberalismo (incluso los del liberalismo igualitario), además, han preferido mantenerse en la abstracción de las ideas regulativas sin atender a los deberes jurídicos concretos que esas ideas implican en relación con los derechos sociales y políticos de quienes llegan a nuestras fronteras como inmigrantes o refugiados y tratan de atravesarlas para instalarse entre nosotros. En realidad, creo que el principal déficit de la democracias liberales, incluso las que pretenden ser acordes con los principios del liberalismo igualitario, ha consistido en no saber concretar ese mínimo que llamamos sociedad decente, para el que utilizamos habitualmente la fórmula de Avishai Margalit, esto es, una sociedad en la que las instituciones no sometan a ninguno de sus ciudadanos a la humillación. Y lo es más patentemente cuando la sociedad en cuestión es fuertemente plural (y desigual). Dicho de otra manera, si el objetivo de la sociedad decente ya es difícil desde los parámetros de sociedades supuestamente homogéneas, resulta más complicado en las que son manifiestamente desiguales y además plurales. Lo cierto es que, antes que Margalit, esa idea regulativa de la sociedad decente fue enunciada por Péguy, quien definió el objetivo en los términos de «una sociedad sin exilio» y, de manera diferente se encuentra en las tesis de Levinas y Ricoeur, quienes explicaron con mayor profundidad la negación de la alteridad que supone la humillación, y apuntaron (sobre todo Lévinas (1992), que no habla tanto de derechos del otro cuanto de obligaciones ante la humanidad, ante todo otro, porque la base de su reflexión es precisamente el encuentro cara a cara con el otro) a otro elemento que le parece clave: esa construcción de procesos de humillación es el resultado de la pérdida del vínculo que algunos llaman fraternidad y otros preferimos denominar solidaridad. Pero no la solidaridad en el sentido más lato, sino como principio jurídico y político del que cabe derivar deberes positivos, vinculantes bajo coacción1.

Quiero precisar que, cuando hablo de humillación, no me refiero a una conducta que puede aparecer en las relaciones interpersonales en el ámbito de lo privado, sino como proceso de construcción social de determinados otros como excedentes, seres de existencia precaria, caducables, destinados a ser sustituidos en aras del beneficio. Se trata de un fenómeno que va más allá del incremento de la desigualdad y que supone de hecho la exclusión de un porcentaje creciente de la población. Algo que ha sido bien analizado el contexto de la globalización, como veremos, pero no precisamente desde las filas de los representantes de la democracia liberal, incluso de los de ese liberalismo igualitario.

El incremento de ese tipo de malestar que provoca la generalización de los procesos de humillación es el negativo de lo que desde Taylor denominamos lucha por el reconocimiento, un leit-motiv que subyace también a la obra de Ricoeur y, evidentemente, hoy, a la de Honneth, como veremos. El elemento común es que, si queremos reconocimiento debemos luchar por él; Ricoeur (1996: 187-188) propone reconocer al otro al nivel ético2; Honneth, como Taylor, sitúa la lucha por el reconocimiento en el orden político y lo concreta en el test de los derechos sociales. Creo, por cierto, que buena parte de los soi-dissants representantes del liberalismo igualitario ignoran esa aportación.

Lo diré con más claridad. Hoy, en sociedades crecientemente multiculturales y en las que se incrementa también la desigualdad y la humillación, una sociedad decente quiere decir una sociedad organizada conforme al modelo de una democracia plural e inclusiva. Pues bien, a mi juicio, sucede que ese desafío sigue casi detenido en el punto de partida, porque tal y como está enunciado (la gestión de la diversidad cultural desde el modelo de la democracia y el Estado de Derecho liberales) constituye un callejón sin salida, mientras no reformemos, hasta invertirlos, los principios de la democracia y del Estado de Derecho liberales. No. Hay que decidirse a cambiar el punto de partida y tomar nota de los límites del discurso propio del Estado liberal de Derecho que es, pese a todas sus conquistas, un modelo anclado en el Estado nación, centralista, basado en el presupuesto (postulado) de la homogeneidad cultural. Esta versión del Estado liberal de Derecho, nunca reconocida expresamente, parece anclada además en el atomismo individualista que ya criticara Marx con acierto en su Crítica de la cuestión judía, publicada en 1844 en los Deutsch-Französische JahrBürcher aunque, desde otra perspectiva, estaba ya avizorada en el penetrante Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, publicado por Adam Ferguson en 17673. En todo caso, sobre las huellas de ese joven Marx, esa reducción atomista fue denunciada por otro canadiense, CB MacPherson a mediados del siglo pasado (1962), en su clarividente trabajo sobre el individualismo posesivo, en el que exponía cómo los paleoliberales, en aras del dogma central de la eficacia de un mercado desregulado, seguían ignorando que los sujetos históricos —morales, políticos— no son sólo ni aun predominantemente los individuos que pueden permitirse el lujo de actuar sobre el als ob de ser como islas, sino como seres sociales (MacPherson 2005), es decir, impugnaba la identificación liberal (si se quiere, liberista) del individualismo atomista como clave ontológica y metodológica de esta ideología. Por eso, a mi juicio, debe criticarse el reduccionismo de la teoría moral, jurídica y política que sostiene la exclusividad de los individuos (aún diré más individuos humanos) como agentes con relevancia moral. Desde esa concepción se ignora olímpicamente la dimensión social que está ya en la noción de persona y en la tradición aristotélica, reivindicada por Fichte y Hegel y por la teoría del reconocimiento.

Los principios políticos que rigen el modo en que esa concepción trata de hacerse cargo de la gestión de los problemas de la diversidad, suponen la ceguera ante la pluralidad y profundidad de las manifestaciones heterogéneas de la diversidad y recurren al principio de la tolerancia en lugar del respeto al principio de igualdad de derechos y a una visión simplista de la relación entre igualdad y diferencia (sería más correcto hablar del tratamiento meramente sinalagmático de toda manifestación de diversidad) que conduce a una rala interpretación negativa de toda forma de discriminación, incluso si es positiva. Y suman a todo ello un retórico concepto de interculturalidad, como bálsamo de fierabrás de la discusión. La clave para mí, está en ese «proyecto de modernidad restringida, cuyo instrumento es el Estado nación concebido sobre el molde liberal restringido y bajo el primado del mercado, (del que) forma parte una noción demediadamente emancipadora de los derechos y de la ciudadanía. Ese sujeto político, el Estado, secuestra y demedia a la nación, que no es populus, no es (García Cívico 2013).

A mi juicio, ese error que subyace a posiciones que, desde el canon de liberalismo político, tratan de reflexionar sobre la necesidad de revisar la relación entre diversidad cultural y democracia y, aún más específicamente, entre fronteras y derechos es el que ejemplifica un acreditado liberal como Ermanno Vitale (2006): su noción de democracia liberal bordea el riesgo de una presentación maniquea, simplista y, sobre todo, apriorística, pues ignora las condiciones reales, un pecado imperdonable para quien se dedica a la filosofía práctica. Ignora, tal y como ha señalado un liberal igualitario como Rodolfo Vázquez (2008), el enriquecimiento del liberalismo igualitario desde las propuestas pluralistas, de James Tully, Peter Häberle, Pierre Bosset o Myriam Jézéquel a las que me he referido. Y que conducen paradójicamente a la receta común, difícilmente compatible con el liberalismo igualitario, de crear más fronteras («vayas donde vayas, más vallas») o, lo que es peor incluso, a recuperar la lógica colonial en el interior de los propios Estados, construyendo categorías de sujetos a las que corresponden diferentes stándards de derechos fundamentales. Sobre la obsesión de la «defensa social» que sustenta una primitiva defensa de las fronteras como muros, ha de leerse la bien fundamentada crítica de Wendy Brown (2014) (con excelente prólogo de Étienne. Balibar).

Frente a esas reducciones, como decía, el punto de partida debe ser, a mi juicio, el que contribuyeron a definir ante todo el gran filósofo canadiense Charles Taylor ( por ejemplo, en el muy significativo aunque poco tenido en cuenta Rapprocher les solitudes. Ecrits sur le federalisme et le nationalisme en Canada, 1992), después el constitucionalista James Tully (Strange multiplicity. Constitutionalism in an Age of Diversity, 1995) y más tarde el famoso Informe Bouchard/Taylor, Fonder l’avenir. Le temps de la conciliation, 2008), que están en el origen doctrinal del modelo de lo que conocemos como acomodo razonable. Por supuesto, habría que tener en cuenta las aportaciones posteriores de otros juristas, como Häberle (2002), Bosset y M. C. Foblets (2009) y Jézéquel (2009)4. Toda una jurisprudencia del Tribunal Supremo de los EEUU y, sobre todo, de los tribunales canadienses debería ser tenida en cuenta a este respecto (Intxaurbe 2016; Abrisketa 2015; Howard 2014; Howard 2014; Howard 2016). Son asimismo muy valiosos, a mi juicio, los esfuerzos de dos filósofos mexicanos que han profundizado en la respuesta democrática, pluralista e inclusiva ante la diversidad cultural, Luis Villoro (2007; 2008) y León Olivé (2008).

Como he intentado poner de relieve en algunos trabajos (De Lucas 2009), el test en el que, también a mi juicio, se advierten con mayor claridad las consecuencias de los déficits señalados en las respuestas del liberalismo igualitario ante la gestión de la diversidad cultural —en particular de la alógena— es el que ofrecen las respuestas de nuestros Estados a las necesidades de quienes se ven forzados a emigrar desde sus países, buscando condiciones de vida digna en el caso de buena parte de esos que llamamos emigrantes económicos y a los que seguimos denominando ilegales cuando a lo sumo son irregulares o, simplemente, obligados por el estado de necesidad, para salvar la propia vida, que es el caso de los que denominamos solicitantes de asilo y refugio, pero también de un porcentaje muy alto de los inmigrantes, son no sólo ineficaces e inadecuadas sino verosímilmente incompatibles con algunos de los principios que dicen inspirar a la democracia liberal. Uno de los escenarios en los que se hace evidente a mi juicio tal incongruencia, supuestamente argumentada por el recurso a lo que considero falacias si no, pura y simplemente, malas razones, es el de la colisión entre las fronteras y los derechos.

Las leyes y disposiciones propias del Derecho de inmigración (mal denominadas con frecuencia «leyes de extranjería»), configuran una situación típicamente anómica respecto a quién tiene derecho a la protección jurídica, a los derechos y en qué medida. Lo mismo está sucediendo hoy en relación con quienes aspiran a presentar su demanda de reconocimiento como refugiados en la UE, debido a la interpretación y aplicación que se hace en la UE del Derecho internacional de los refugiados y aun del Derecho específico europeo. Es decir, en definitiva, la construcción de unas condiciones de anomia respecto al status jurídico que se atribuye a quienes son un tipo peculiar de extranjeros, inmigrantes y refugiados.

Creo que ignorar la condición específica que entre los extranjeros tienen inmigrantes (y refugiados) es lo que lleva al enorme malentendido en el que incurren quienes, como L. Hierro, han prestado atención a la justificación de la manifestación de desigualdad —de discriminación— que construyen las leyes de extranjería (De Lucas 2014). El desconocimiento patente de la especificidad de las políticas de inmigración, del proceso de construcción de la categoría jurídica de inmigrante (no digamos de la de «inmigrante irregular», a menudo estigmatizado como «inmigrante ilegal», hace posible un análisis, a mi juicio, completamente superficial y erróneo. Por mi parte, estoy de acuerdo con quienes sostienen, para empezar, la imposibilidad de justificación racional-moral de la restricción de derechos fundamentales en base a la nacionalidad, y no sólo los derechos sociales, sino el acceso a los derechos políticos. ¿Cómo ignorar la extrema violación de condiciones básicas del Estado de Derecho que supone la deriva de esos instrumentos jurídicos que han desembocado en un estado de excepción permanente en los que se refiere al status jurídico de inmigrantes y refugiados, que evoca penosamente la nefasta doctrina del Derecho penal del enemigo resucitada por Jacobs. Y no hablo de lo inconsecuente que es para alguien que sostiene el universalismo moral y la noción de derechos humanos universales, la aceptación de la discriminación pretendidamente justificada y aun de la fragmentación de los derechos de los inmigrantes, incluidos por supuesto los derechos políticos. ¿Dónde está, por ejemplo, su coherencia ante la negación elemental de derechos a los menores no acompañados en aras de esa lógica jurídica que inspira monstruosidades como la Directiva 2008/115 de la UE, o el Convenio entre la UE y Turquía?

En los siguientes apartados trataré de esclarecer algunas de esas inaceptables construcciones por lo que se refiere a los inmigrantes y a los refugiados.

I. La construcción de un status jurídico para los inmigrantes, contrario a los principios básicos del Estado liberal de Derecho

En este apartado examinaré los elementos básicos de la construcción social (jurídica, para ser precisos) de los inmigrantes como sujetos precarios, vulnerables y sustituibles, que está en la raíz de la situación de anomia que padecen.

Una de las claves de esa construcción es que ese arsenal jurídico tiene como principio la máxima movilidad de las mercancías, al tiempo que mantiene una profunda desigualdad del derecho a la libre circulación de los trabajadores. Y, de añadidura, las disposiciones jurídicas relativas a los inmigrantes asentados incluso establemente en los países de destino, consagran un contrato social caracterizado por una heterogeneidad de status (desde el correspondiente al inmigrante clandestino que llamamos sin papeles, irregular o alegal, más que ilegal, hasta lo que podríamos calificar como ciudadanos denized, según la conocida taxonomía propuesta por Hammar (1990). Con todo, ese abanico de situaciones jurídicas tiene en común —en diferente grado— un principio de subordiscriminación, conforme a la fórmula acuñada por las teorías del derecho antidiscriminatorio propuestas por Young, MacKinnon y Crenshaw (p.ej., entre nosotros, Barrére y Morondo (2011) pues trata de hacer de los inmigrantes —incluso residentes legales y aun permanentes— sujetos de segundo orden a los que se regatea el reconocimiento de sus derechos y garantías en condiciones de igualdad con los nacionales y se les veta o se dificulta hasta el extremo el proceso de acceso a la ciudadanía, desde la más clásica concepción que vincula ciudadanía y nacionalidad, con desconocimiento flagrante de la realidad de movilidad social y transnacionalidad fomentadas de forma acelerada por el proceso de globalización.

Todo ello pugna con exigencias básicas del Estado de Derecho y entra en contradicción con el reconocimiento y garantía de standards elementales del Derecho internacional de los derechos humanos. Pero hoy incluso se llega al extremo de una maximalización de la anomia, por el vaciamiento del marco normativo teóricamente vigente, en aras de esos objetivos, como lo muestra la voluntad política de buena parte de los Estados miembros de la UE, tal y como hemos podido constatar a lo largo del año 2015. En ese proceso, en aras de ese estado de excepción permanente, se ha llegado a poner en entredicho la vinculatoriedad de las obligaciones jurídicas derivadas del Derecho internacional general de refugiados y aun del Derecho europeo específico, creando status de extrema incertidumbre entre quienes deberían ser considerados como solicitantes de la condición de refugiado y que acaban convertidos pura y simplemente en carne de deportación.

Esa construcción es posible (como he tratado de argumentar en buen número de trabajos sobre las políticas migratorias europeas, que arrancan de la ceguera sobre el carácter profundamente político del fenómeno migratorio, tanto en el orden internacional como en el estatal), porque nuestra mirada sobre el hecho migratorio, dominada por una perspectiva instrumental, unilateral, sectorial y cortoplacista de las migraciones como fenómeno laboral/económico que hay que domeñar para nuestro beneficio, no acepta la realidad: la construye a nuestro antojo, a través de las categorías jurídicas que sirven a los objetivos de nuestras políticas migratorias, que las más de las veces no están dictadas por el verdadero interés nacional, aunque se formulen con el pretexto de las dos ópticas dominantes, la policial y la del mercado, esto es, la seguridad y el orden públicos, el mantenimiento de la soberanía en nuestras fronteras y los intereses de nuestro mercado de trabajo. La paradoja consiste en que, en última instancia, habría que reconocer que esas iniciativas y decisiones están mediadas no tanto por una perspectiva burdamente nacionalista, sino por la lógica propia de la ideología del mercado global.

La nuestra es una mirada que no ha aceptado las advertencias elementales de la sociología de las migraciones sobre la complejidad del fenómeno migratorio como fenómeno social global, desde Marcel Mauss a Abdelmalek Sayad5. Lo ha denunciado Saskia Sassen, que tiene en cuenta la profunda relación entre las migraciones, la desigualdad en las relaciones internacionales impuesta por la economía globalizada y el proceso de construcción del vínculo social y político, tal y como explica en su Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global6 (la en el que sostiene que el grado actual de violencia (devenida en ordinaria) del capitalismo en su estadio global, se explica por el modelo de expulsión. Es así como deberíamos llamar a la lógica que preside la economía globalizada.

Y es que, a mi juicio, la constante más destacable en la inmensa mayoría de los proyectos de gestión del fenómeno migratorio, en las políticas migratorias de los países que somos destinatarios de migraciones, es el empeño en olvidar, en ocultar una verdad evidente: la inevitable dimensión política de las migraciones, su condición de res politica, tanto desde el punto de vista estatal como desde las relaciones internacionales. Frente a ello hemos impuesto una mirada sectorial, unilateral, cortoplacista que se concreta en la construcción de una categoría jurídica de inmigrante que, en realidad, es un concepto demediado o, como propone Bauman, un paria7: el inmigrante es sólo el trabajador necesario en un determinado nicho laboral en el mercado de trabajo formal (como si no se le utilizara en el mercado clandestino o informal) y mientras se someta a un estatuto precario guiado por la maximalización del beneficio de su presencia. Es una herramienta, ni siquiera un trabajador igual al asalariado nacional. Por eso, su condición precaria, parcial, de sospecha8.

Todo eso, se acentúa aún más en el caso de los refugiados. El mismo Bauman, en línea con Agamben y en alguna manera con la crítica de Zizek a la gestión de la crisis de refugiados por parte de la UE, ha explicado cómo se crea un estado de suspensión del orden jurídico, ausencia de ley, desigualdad y exclusión social, que hace posible que mujeres y hombres pierdan su condición de ciudadanos, de seres políticos y su identidad, dentro de las fronteras mismas del Estado-Nación. A partir de la metáfora del Archipiélago, se da a conocer la existencia de un conjunto de espacios que escapan a la soberanía tradicional del Estado y que se encuentran regidos por un estado de excepción permanente: su emblema, los campos de refugiados y los barrios de inmigrantes. Bauman dejó escrito en el mismo texto que «Es posible que la única industria pujante en los territorios de los miembros tardíos del club de la modernidad sea la producción en masa de refugiados. Y los refugiados son el residuo humano personificado: sin ninguna función útil que desempeñar en el país al que llegan y en el que se quedan, y sin intención ni posibilidad realista de ser asimilados e incorporados.»

Lo que me parece más relevante y criticable, desde el punto de vista jurídico y político, es cómo, en aras de esa mirada, en el Derecho de migración se convierte en regla la excepción, contraviniendo principios básicos del Estado de Derecho. Como ya anticipé, creo que es eso lo que han señalado desde diferentes perspectivas Danièle Lochak, Giorgio Agamben o Zygmunt Bauman, la nota más destacable y criticable: el estado de excepción permanente que hemos creado para los inmigrantes. Y de ese modo hemos negado la condición misma de inmigrante, una categoría universal, a la vez que hemos vaciado un derecho fundamental, el derecho a ser inmigrante, a escoger el propio plan de vida, a circular libremente, que es un corolario indiscutible del principio (por cierto, liberal) de autonomía.

Hemos creado políticas migratorias, pues, que niegan su objeto, que lo deforman, lo sustituyen por una categoría vicaria: nos negamos a aceptar al inmigrante tout court y lo sustituimos por aquel que queremos recibir. Por eso, para nosotros, no todo el mundo tiene derecho a ser inmigrante, de forma que nuestra lógica inevitablemente produce inmigrantes «ilegales», no-inmigrantes. Se trata una vez más del derecho del más fuerte, la vieja tradición de Anacarsis, Kalikles, Trasimaque, Hobbes9, tal y como lo explica una de las mejores expertas en política de migraciones, Catherine Withol der Wenden en un artículo publicado el año pasado sobre las novedades o las constantes en políticas migratorias. Permitánme la larga cita:

«La réponse aux flux migratoires ressemble ainsi à un vaste Far West, où les États les plus puissants du monde font la loi par les règles qu’ils édictent en matière de droit à la mobilité, et n’acceptent pas que des normes mondiales s’imposent à l’exercice de leur souveraineté que constitue la gestion des flux migratoires. Si l’on est Danois, on peut circuler dans 164 pays ; si on est Russe dans 94 ; si on est subsaharien, cette possibilité peut se limiter aux doigts d’une seule main si le pays où l’on est né, et dont on a la nationalité, est considéré comme un pays à risque. Le droit à la mobilité est donc l’une des plus grandes inégalités du monde aujourd’hui, dans un contexte où il devrait constituer un des droits essentiels duxxie siècle. Les riches des pays pauvres peuvent, eux, migrer, car beaucoup de pays d’immigration ont prévu d’attribuer des titres de séjour à ceux qui leur apportent des capitaux, achètent un appartement d’une taille précise, ou créent une entreprise. Les plus qualifiés, les sportifs professionnels, les créateurs et artistes de haut niveau peuvent également migrer, car beaucoup de pays d’accueil ont opté pour une ouverture de leurs frontières à une immigration sélectionnée. Les étudiants se voient aussi entrouvrir les frontières, nombre de pays, européens notamment, ayant compris le risque d’une option sans immigration dans la course à la compétitivité mondiale» (Whitol der Wenden 2015: 101).

Esta es la razón de nuestros fracasos a la hora de analizar y también de dar respuesta a los desafíos migratorios en su sentido más amplio.

II. Un status jurídico de los refugiados que viola la legalidad internacional, europea e interna

Dedicaré la tercera parte de mi intervención a presentar la tesis de que la UE y, sobre todo, sus Estados miembros, están llevado a cabo un ejemplo particularmente grave de deslizamiento a una situación de anomia por lo que se refiere a los refugiados, mediante un paulatino recorte del derecho de asilo que conduce en la práctica a un vaciamiento de las garantías más elementales sobre las que se asienta y aun de lo que en términos jurisprudenciales se ha denominado contenido esencial de ese derecho. Cabe hablar, así, de una desnaturalización del derecho de asilo, en la medida en que este derecho ha sufrido, primero, el proceso de «mercantilización» que parecía afectar sobre todo a los derechos económicos, sociales y culturales como consecuencia del primado de la aplicación de las políticas de neoliberalismo económico (que algunos como Stiglitz califican de políticas fundamentalistas) que se han traducido en directivas «austericidas» para los países más débiles (más endeudados) de la propia UE, tal y como se ejemplifica en el caso de Grecia. Lo grave, lo insólito, es que los recortes presentados como «inevitables» y «racionales» que convierten derechos económicos sociales o culturales en mercancías, pasen a afectar también al derecho de asilo, aunque se trate de un derecho humano fundamental y universal. Pero el vaciamiento afecta también al universo de titulares del derecho, que pone en tela de juicio algo tan evidente como el hecho de que quienes huyen de un país arrasado por una guerra civil deben ser considerados a todas luces refugiados. Ya no es así, y no sólo de facto, sino por el juego perverso de interpretaciones jurídicas de la especificidad del marco normativo europeo de asilo, que finalmente deja a los potenciales refugiados en tierra de nadie.

El primer paso, decía, es la mercantilización del derecho de asilo. En dos sentidos, primero, en su conversión en una prestación que hay que pagar. El segundo, al convertirse en moneda de cambio de la política exterior, de defensa y seguridad de la Unión Europea, merced a la estrategia de externalización que oculta lo que no es otra cosa que procesos de deportación. Veámoslo.

Que estamos ante un proceso de mercantilización del asilo lo prueba la decisión adoptada por Dinamarca que, de suyo, no está plenamente integrada en el modelo Schengen, cuyo Parlamento aprobó la propuesta de ley presentada por el Gobierno (liberal), con el apoyo de sus socios del Partido Popular Danés (DF), un grupo que no puede no ser calificado sino como de extrema derecha. En virtud de esa disposición, la policía/agentes del gobierno danés pueden requisar a los refugiados dinero, joyas y otros objetos de valor para asegurar la disponibilidad de fondos que exige el reconocimiento del derecho de asilo/protección subsidiaria. Para ser más exactos, la cantidad de dinero que sobrepase el equivalente a 1340 euros (10.000 coronas danesas) y los objetos de elevado valor económico. Expresamente se excluyen joyas u objetos de valor afectivo. Esta decisión danesa tiene precedentes en la misma Europa. De hecho, es una política ya ensayada por Suiza y por los Estados alemanes de Baviera y Baden-Wurtembgerg, que imponen contribuciones económicas (verdaderas exacciones) a los propios refugiados.

Recordaré que Dinamarca, como el resto de los Estados europeos miembros de la UE, está vinculada por las normas del Derecho internacional de refugiados (Dinamarca es parte del sistema de Convenios PIDCP y PIDESC de 1966 y de la Convención específica, la de Ginebra de 1951) y por las propias del Convenio Europeo (arts 3 y 8 del CEDH, Tratados de la Unión y Sistema Europeo Común de Asilo —SECA—). Pese a ello, la defensa de esa ley se basó, de un lado, en el principio de igualdad y, de otro, en la proporcionalidad de los recursos destinados al mantenimiento de las obligaciones relativas al derecho de asilo: si a los ciudadanos daneses se les exige que, para cobrar la ayuda que se conoce como «salario social mensual», tengan menos de 1340 euros en el banco, los refugiados deberían someterse a idéntica condición, alegaron los partidos favorables a la ley. El salario social es proporcionalmente alto: unos 1500 euros para solteros y cerca de 4000 euros para parejas con hijos. Pero salta a los ojos la absoluta falta de proporcionalidad en la analogía de un refugiado sirio con los ciudadanos daneses que son beneficiarios del salario social alegada para que los daneses puedan asumir la «carga económica» del asilo. Hablamos de Dinamarca, cuyo PIB comparado con el del Líbano, Jordania, Turquía o Kenia (que son países receptores de refugiados por centenares de miles) lo multiplica por decenas! ¿Cómo puede tratar de sostenerse, sin sonrojo, la pretendida analogía entre un huido de la guerra de Siria y un parado danés? A mi juicio, esas formas de condicionamiento de esa obligación y, en particular, la exigencia de pagos (cuando no exacciones), son contrarias, incompatibles con el deber jurídico del que son titulares los Estados de la UE (por haber ratificado el Convenio de Ginebra de 1951) en relación con los titulares del correlativo derecho de asilo (y de protección internacional subsidiaria).

La realidad es que disposiciones legales como ésta evidencian en qué consiste la línea de acción de los gobiernos europeos ante la exigencia de cumplir con sus obligaciones jurídicas respecto a los refugiados. Se trata, ante todo, de poner trabas que dificulten el acceso legal a territorio europeo de quienes necesitan asilo (por eso tienen que acudir a mafias) y, en segundo término, endurecer las condiciones de reconocimiento de ese derecho a quienes consiguen llegar a la UE, so pretexto de las exigencias del orden público y la lucha contra el terrorismo, a los que se une el tópico de la incompatibilidad con culturas que amenazan a los derechos humanos y la democracia, cuando hablamos de personas y comportamientos, no de culturas. Por eso, no es baladí la crítica que se ha formulado ante esta involución política y que evoca su analogía con exigencias o imposiciones impuestas en otros momentos de la historia de Europa a quienes sufrían persecución y buscaban refugio, so pretexto de que llegaban en un momento de dificultad para los países que los recibían. Pensemos en la Francia de Vichy y campamentos como los de Argelès, en relación con los republicanos españoles que huyeron a Francia escapando del final de nuestra guerra civil.

Pero ese proceso de «desnaturalización» o vaciamiento del derecho de asilo no se ha detenido ahí. Ha traspasado una verdadera línea roja. Porque me parece indiscutible que la primera e inexcusable obligación de todos los gobiernos europeos en relación con la denominada crisis de refugiados, lo que, a estas alturas, en abril de 2016, podríamos considerar la línea roja a no traspasar si pretendemos seguir tomando en serio el asilo, es garantizar el principio de non refoulement, la no devolución a su propio país, pero tampoco a un país tercero no seguro. Por supuesto que tomar en serio el asilo significa también la digna acogida (es decir, el complejo de derechos-prestación que supone el estatuto de refugiado) de quienes —como sirios, afganos, iraquíes, eritreos, malienses— vienen huyendo de persecuciones que ponen en peligro sus vidas. Una huída en la que, por las dificultades que han de superar, sus propias vidas, las de sus hijos, siguen estando en riesgo. Pero lo que en ningún caso se puede hacer sin anular de hecho el sentido mismo del asilo, sin vaciarlo, es devolver a un lugar no seguro aquellos que han llegado hasta nosotros huyendo de la persecución que les amenaza.

Insisto en recordar que cualquier forma de condicionamiento de esa obligación y, en particular, la exigencia de pagos (cuando no exacciones) es contraria a ese deber jurídico y sitúa a los europeos ante la evidencia del naufragio, la traición de un rasgo básico de nuestra identidad: la defensa del Estado de Derecho y ante todo, de los derechos fundamentales de todos los que se encuentran bajo soberanía europea por haber alcanzado nuestro territorio. La limitación del derecho de asilo en Europa no debería alcanzar jamás el índice de vaciamiento que supone la devolución de quienes buscan asilo a un país no seguro. Y eso es precisamente lo que, a mi juicio, acaba de suceder.

En efecto, si algo ejemplifica la banalización del derecho de asilo, es el acuerdo entre la UE y Turquía para realizar lo que, con argumentos nada desdeñables, se puede considerar no sólo una expulsión ilegal, sino una auténtica deportación. El objetivo del Acuerdo es «to accept the rapid return of all migrants not in need of international protection crossing from Turkey into Greece and to take back all irregular migrants intercepted in Turkish waters». En realidad, el propio comunicado de prensa de la Comisión en el que bajo la forma de preguntas y respuestas se intenta presentar el acuerdo, deja claro que no se trata de un acuerdo de gestión de la crisis de refugiados, pues en su primer párrafo explica: «On 18 March, following on from the EU-Turkey Joint Action Plan activated on 29 November 2015 and the 7 March EU-Turkey statement, the European Union and Turkey decided to end the irregular migration from Turkey to the EU (la cursiva es mía) 10.

Este acuerdo simboliza lo que podríamos considerar una claudicación de la UE respecto a las exigencias primigenias del imperio del Derecho, a la garantía efectiva de los derechos. Una quiebra que ha sido posible porque el único país que había afirmado hasta ahora su coherencia con tales principios, la Alemania de la canciller Merkel, ha acabado por traicionarlos. Es cierto que debemos consignar y reconocer la decisión inicial de Merkel (excepcionalmente digna en un contexto de egoísmo europeo desatado) de ofrecer una acogida universal a quienes tuvieran la condición de refugiados. Pero lamentablemente debemos constatar también que, finalmente, la coalición que gobierna Alemania, preocupada por el impacto negativo que ofrecían constantemente los sondeos electorales en Alemania y tras los muy negativos resultados de las elecciones regionales en el mes de marzo (incluido el ascenso del partido de extrema derecha Alternative für Deutschland, AfD, emparentado con el xenófobo movimiento PEGIDA), consiguió imponer un giro a la canciller que tuvo como resultado un acuerdo para restringir las admisiones, disminuir el número y duración de las prestaciones a quienes se concede el derecho de asilo o la protección subsidiaria y favorecer la denegación y expulsión de los solicitantes de asilo. Esta evolución concluyó con la opción una vez más de la manida solución de la externalización, la cláusula mágica a la que acuden las autoridades europeas cada vez que se han visto ante lo que consideran un cul de sac, una situación límite en la política migratoria: una vez más, «que se ocupen otros» del problema y así, al no verlo ante nuestros ojos, dejará de existir.

Eso es lo que decidieron los líderes europeos en una reunión extraordinaria en La Valetta, el 15 de noviembre de 2015. De los inmigrantes «económicos», se habrán de ocupar los países africanos a los que se ofrecieron 1500 millones de euros para que realicen las funciones de policía que impidan que sus propios nacionales lleguen ahora a Europa en número superior al que la UE desee. Y también se les asignó la función de control del tránsito por sus países de nacionales de terceros Estados hacia la UE. Pero la decisión de externalización más importante adoptada en La Valetta fue la de negociar con Turquía un acuerdo. Así a cambio de una cantidad cifrada en 6000 millones de euros la UE y Turquía acordaban la deportación de los inmigrantes económicos que mal se denominan «ilegales», pero también de los refugiados que se encontrasen hasta ese momento en suelo de Grecia y que serán trasladados al país otomano. Un acuerdo impulsado por la propia Merkel, que se presenta primero como bilateral entre Grecia y Turquía, pero que se transforma en bilateral entre la propia UE y Turquía y que, finalmente, consiguió el respaldo del Consejo europeo de 17/18 de marzo de 2016, tras el ensayo de una versión más dura en el Consejo previo celebrado el 7 de marzo, en la que ni siquiera se mencionaba la exigencia de respeto de los derechos de los así expulsados (en realidad, deportados) por parte de Turquía .

El Acuerdo ha suscitado duras críticas y descalificaciones, por parte de instituciones internacionales11, europeas12 y ONGs13. Pero la primera dificultad atañe a lo que en la jerga jurídica habitual se denomina «naturaleza jurídica» del Acuerdo mismo. ¿En qué consiste? ¿Es un Convenio internacional entre la UE y Turquía? ¿Una Declaración del Consejo Europeo? ¿Una declaración conjunta del Consejo Europeo y del Gobierno turco? Creo que el reconocido especialista en Derecho migratorio y de extranjería, el letrado H. García Granero, ha sabido desentrañar el laberinto jurídico, sobre la base de la publicación en el DOUE de 9 de abril de 2016 de la Decisión del Consejo Europeo de 23 de marzo de 2016, Decisión (UE) 2016/551. De acuerdo con las tesis de García Granero, esa decisión, en realidad, remite a Decisiones anteriores en el marco de acuerdos con Turquía de cara a agilizar procesos de deportación (mal llamados de retorno) a Turquía de desplazados e inmigrantes que hayan entrado irregularmente en territorio europeo14. Se trataría así, concluye García Granero con agudeza, de «una aplicación in malam partem del (preexistente) acuerdo de 16.12.2013 entre la Unión Europea y Turquía «sobre readmisión de residente ilegales» (acuerdo publicado en el DOUE de 07.05.2014), cuya vigencia estaba prevista que se iniciara el 01.10.2017, y cuyo inicio de efectos se adelanta al 01.06.2016 y se emplea para (mal) afrontar la grave crisis humanitaria de los desplazados».

No me extenderé ahora en los argumentos de crítica jurídica que, a mi juicio, abonan la tesis de su déficit de legalidad y legitimidad15. Lo más importante es que el acuerdo, de facto, ha comenzado a aplicarse, al menos parcialmente. El 4 de abril de 2016, un día que quedará en la memoria negra de Europa, sin tiempo para que se puedan verificar las más mínimas exigencias legales (prohibición de expulsiones colectivas, derecho a que los demandantes de refugio —también los inmigrantes, claro— tengan la posibilidad de tutela judicial efectiva, verificación de las condiciones de Turquía como país seguro, reformas legales por parte de Turquía para que realmente los demandantes de refugio no europeos encuentren protección en el sistema turco, etc), comenzaron las deportaciones: más de 200 personas fueron expulsadas en tres barcos desde las islas de Lesbos y Kíos a costas turcas. Más pronto que tarde la historia juzgará con dureza esta traición al proyecto europeo entendido como comunidad de Derecho.

Así, hemos pasado a admitir como rutina y después a digerir, a mirar con indiferencia e incomodidad, imágenes inaceptables para una sociedad civilizada. Las imágenes que actualizan y aun empeoran por su extensión la degradación que el régimen de Hitler impuso a millones de seres humanos en su política racista que culminó en la «solución final». Vallas, alambradas, ancianos, mujeres y niños abandonados a su suerte, masas acarreadas como ganado, a veces apaleadas, manifestaciones crecientes que transparentan un odio que hace aún más insoportable la mirada avasalladora de la discriminación hacia esos otros que son inmigrantes y refugiados. Sobre todo, esos dos iconos del horror más profundo de la conciencia europea que son los trenes y los campos. Trenes abarrotados de infrahumanos tratados como ganado; campos en los que se acaban amontonados y sin esperanza. Lo dejó escrito Arendt: la historia contemporánea ha creado un nuevo tipo de seres humanos, los que son confinados en campos de concentración por sus enemigos y en campos de internamiento por sus amigos.

¿Pueden los Estados de la UE, la propia UE, asumir ese desafío? Mi respuesta es inequívoca: sí. Sí, siempre que haya un marco obligatorio, común y equitativo entre todos ellos.

Lo primero sería crear con una Autoridad o Agencia específica para la gestión del sistema de Asilo y Refugio y de la protección subsidiaria (con especial atención a los programas de reasentamiento). No basta a mi juicio con la FRA (Agencia Europea de derechos fundamentales) ni, evidentemente, con FRONTEX ni aun en su modalidad de verdadera policía de fronteras propuesta por la Comisión en su comunicación del 15 de diciembre.

Además, es urgente aumentar y concretar las vías legales asequibles y procedimientos ágiles para la solicitud de asilo. Por ejemplo, garantizar la posibilidad de pedir asilo en embajadas y consulados en los países de origen, limítrofes y de tránsito y que se abra así el expediente de asilo, sin que sea necesario llegar a territorio europeo para hacerlo. Y necesitamos un esfuerzo en dotar oficinas europeas de examen de solicitudes de asilo, e coordinación con ACNUR, sobre todo en los países limítrofes a aquellos en los que existen situaciones de conflicto que generan desplazamientos de refugiados.

Es vital, por ejemplo, poner las condiciones para hacer efectiva la Directiva Europea de Protección Temporal (2001/55CE del Consejo) activando el mecanismo contemplado para hacer frente a emergencias humanitarias, y que, además, habilita medidas que pueden beneficiarse del Fondo Europeo para refugiados. Eso incluye eliminar la exigencia del visado de tránsito para aquellas personas que proceden de países en conflicto y mejorar los programas de reunificación familiar.

Obviamente, es necesario también reforzar e incrementar los programas de reasentamiento en coherencia con el número de refugiados existente, asumiendo un reparto equitativo y solidario entre todos los Estados. La propuesta que hizo la Comisión Europea en su nueva agenda migratoria en mayo de 2015, que suponía una cifra ridícula en comparación con las necesidades reales (16000, cuando sólo Líbano acoge más de 1.100.000) debe y puede ser un buen criterio metodológico. Pero siempre que se centre todo el esfuerzo en agilizar, facilitar y también ordenar, claro el acceso al asilo a quienes lo necesitan, quienes tienen un derecho frente al cual, nosotros no podemos olvidar nuestra obligación.

Uno de los relatos más antiguos sobre refugiados ocupa las páginas de la Biblia (Génesis, 3, 24): Adán y Eva son expulsados —aunque no perseguidos— del paraíso en que vivían, por desobedecer las órdenes de su Creador y dueño. Vale esa referencia para insistir en que algunos siglos después, y con todos los matices que se deban añadir, los europeos vivimos en lo que, de acuerdo con muchos índices objetivos, puede ser calificado como el paraíso, al menos para el resto del mundo: Europa, la UE, reúne al grupo de sociedades más prósperas y felices de la historia de la humanidad. También las más seguras, al menos en la acepción amplia de seguridad humana. Pero en este paraíso hay grietas, desuniones, incluso clases, de Grecia, Portugal, España, al Reino Unido, Dinamarca, Alemania o Suecia. Grietas que se ensanchan cuando tratan de alcanzar el paraíso algunos centenares de miles de extraños: inmigrantes y refugiados. Y los europeos, en lugar de reconocer en ellos lo que vivimos nosotros mismos no hace tanto tiempo, reaccionamos con la cobardía egoísta de quienes vivimos obsesionados por el mantenimiento del alto standing que disfrutábamos en exclusividad antes de ver sacudidas las puertas de nuestro club por semejantes parias.

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1 Me remito a lo que expuse ya hace años en J. de Lucas, El concepto de solidaridad, México: Fontamara, 1993. Por tanto, no hablo de una virtud moral, de una condición supererogatoria (como lo hace por ejemplo V. Camps en su apreciable libro Virtudes públicas, Austral, Madrid, 1996), pero tampoco del mero vínculo de facto que nos ata a «los nuestros», al círculo más próximo, en el sentido de Rorty. A diferencia de él, creo posible fundamentar en la solidaridad deberes positivos de ámbito general, incluso universal. Acepto en ese sentido que el fundamento de los derechos de tercera generación, como apuntara Karel Vasak, se encuentra en ese vínculo de solidaridad. Pero no sólo esos derechos: baste pensar en el derecho de asilo, como traté de argumentar en el segundo capítulo de Europa como fortaleza, Icaria, Barcelona, 1996 y más recientemente, a propósito de la mal llamada «crisis de refugiados», en Mediterráneo: el naufragio de Europa, Valencia: Tirant lo Blanch, (2.ª edic.). 2016.

2 Citando a Ricoeur: «La hipótesis de un sujeto de derecho, constituido anteriormente a cualquier vínculo de sociedad, sólo puede ser refutada si se corta su raíz… la raíz es el desconocimiento de la función mediadora del otro entre capacidad y efectuación».

3 Hay una excelente versión castellana —Historia de la sociedad civil— publicada en Akal, en 2010.

4 Hoy, además, contamos con el añadido de la clarividente visión de Honneth en su Kampf um Annerkenung, Frankfurt, 1992 (versión castellana, La lucha por el reconocimiento, Crítica, 1997), La sociedad del desprecio, Madrid: Trotta 2015 y sobre todo de su Das Recht der Freiheit (versión castellana, El Derecho de la libertad, Paidós, 2015).

5 Sayad es, a mi juicio, el más penetrante de los sociólogos contemporáneos en el ámbito de la sociología de las migraciones: véase L’immigration ou les paradoxes de l’alterité, De Boeck Université, Paris 1992; La doublé absence. Des illusions de l’émigré aux souffrances de l’inmigré, Seuil, Paris, 1999; y la trilogía que resume su obra: L’inmigration ou les paradoxes de l’alterité: 1. L’illusion du provisoire, 2006, L’inmigration ou les paradoxes de l’alterité: 2 Les enfants illégitimes, 2006 y finalmente L’inmigration ou les paradoxes de l’alterité: 3. La fabrication des idenités culturelles, 2014. Los tres volúmenes están publicados en Raisons d’agir, Paris

6 La edición original. Expulsions. Brutality and Complexity in the Global Economy, se publicó en Belknapp Press, 2014. La edición castellana, en Katz, B.Aires, 2015.

7 Nuevos parias, de condición precaria e intercambiable, con fecha de caducidad, tal y como sostiene en su Archipiélago de excepciones, una conferencia impartida en el CCCB de Barcelona, en diálogo con Giorgio Aganben y que fue luego publicada en Katz ediciones, 2008.

8 Es lo que explica la conocida paradoja enunciada por el dramaturgo Max Frisch y que ignoran esos modelos de políticas migratorias: queríamos mano de obra y nos llegan personas, sociedades, visiones del mundo.

9 La definición propuesta por Trasímaco se encuentra en La Républica, Libro 1: φημὶ γὰρ ἐγὼ εἰ̂ναι τὸ δίκαιον οὐκ ἄλλο τι ἢ τὸ του̂ κρείττονος συμφέρον.

10 Una descripción sumaria de los 9 objetivos del acuerdo se encuentra en el Comunicado de prensa n.º 144/16, emitido por el Consejo Europeo el 18 de marzo de 2016. Con más detalle en la Hoja Informativa de la Comisión Europea de 19 de marzo de 2016, significativamente titulada EU-Turkey Agreement: Questions and Answers. http://europa.eu/rapid/press-release_MEMO-16-963_en.htm

11 Véase el rapport del ACNUR, ACNUR: Legal considerations on the return of asylum-seekers and refugees from Greece to Turkey as part of the EU-Turkey Cooperation in Tackling the Migration Crisis under the safe third country and first country of asylum concept: www.unhcr.org/56f3ec5a9.pdf

12 Por ejemplo, el balance que arroja su discusión en el pleno del Parlamento Europeo celebrado el pasado 9 de marzo de 2016. En ese pleno, una amplia mayoría de los eurodiputados exigieron de la ministra holandesa Jeanine Hennis-Plasschaert, que actuaba en representación del Consejo, y del vicepresidente de la Comisión Valdis Dombrovskis, que se detallaran los aspectos del acuerdo y recordaron que las normas internacionales sobre asilo deben respetarse en todo caso.

13 Así, en nuestro país, el Informe de Misión de Lesbos, Lesbos. Zona Cero del derecho de asilo, emitido por CEAR, que puede consultarse en http://www.cear.es/lesbos-zona-cero-del-derecho-de-asilo/

14 Como escribe el mismo autor, «se trata de la readmisión de residentes en situación de estancia irregular —el Acuerdo emplea la ilegal referencia a «residentes ilegales»— que se encuentren en Turquía o en alguno de los Estados de la Unión…Y aunque en la Declaración conjuntas UE - TURQUÍA del 18.03.2016 se declara que «Turquía y la Unión Europea han reafirmado su compromiso con la aplicación del Plan de Acción Conjunto puesto en marcha el 29 de noviembre de 2015», en la Decisión (UE) 2016/551 aparece cuál es la oculta finalidad de dicho Plan de Acción Conjunto; así, en el Considerando 2 de la Decisión (UE) 2016/551 se afirma que «En la Cumbre celebrada el 29 de noviembre de 2015, la Unión y Turquía expresaron su acuerdo político de que el Acuerdo se aplique plenamente a partir del 1 de junio de 2016»: ésta, la aplicación de una norma prevista para la inmigración irregular a los desplazados en la crisis humanitaria a la que la Unión Europea ha puesto murallas en la frontera griega, y ninguna otra, parece haber constituido la verdadera finalidad de la Cumbre del Consejo Europeo de 29.11.2015.»

15 En otros lugares he analizado el acuerdo, desde el punto de vista jurídico y político, para señalar las razones que justifican su valoración como ilegal, ilegítimo, y, lo que es el colmo, ineficaz. Aquí me limito a advertir sobre la equivocación de este nuevo ejemplo de externalización. Un buen resumen de los argumentos jurídicos de crítica de los fundamentos legales y legítimos del Acuerdo, desde el punto de vista del Derecho internacional y del propio Derecho europeo, se pueden encontrar en el dossier del ACNUR: Legal considerations on the return of asylum-seekers and refugees from Greece to Turkey as part of the EU-Turkey Cooperation in Tackling the Migration Crisis under the safe third country and first country of asylum concept: www.unhcr.org/56f3ec5a9.pdf